Siento el frío de la pared en el pecho. Con los ojos entreabiertos, como volviendo de un sueño, veo el cielo color pizarra, bajo, un techo sobre los techos y terrazas deshabitadas. Tengo hambre, me parece que hace tanto que vivo sobre los techos, hay sensaciones de formas, rostros, colores, que aluden a un tiempo anterior, pero no recuerdo nada con precisión, sólo paredes para trepar, techos de losa, de baldosa, de membrana, de chapa, de paja, pero siempre techos. Imposible bajar, pisar el suelo, las calles y veredas no existen, en su lugar un misterioso material en ebullición, incandescente se traga todo lo que cae y de donde emana un humo oscuro, maloliente. Hace muchísimo tiempo en una obra en construcción encontré la escalera, tan larga (ciento treintaidos escalones) que es un esfuerzo poder maniobrarla. El recuerdo del encuentro es mi recuerdo más primitivo, pegado a algo que pasó y cambió todo, convirtiendo lo anterior en meras sensaciones imprecisas y el después de lo que pasó, este presente, en un viaje sin partida ni destino, en el que la principal preocupación es colocar con precisión la escalera entre techo y techo, y de rodillas, con las manos en los caños laterales, transitarla sin mirar para abajo, la vista clavada en el techo a conquistar, ni pensar en la posibilidad de perder el equilibrio y ser tragado por la marea hirviente roja y negra. Una vez del otro lado hay que recoger la escalera, ponerse a inspeccionar si el nuevo lugar tiene alguna puerta o ventana abierta o con posibilidades de ser violada. Anoche, por más que embestí con la punta de la escalera contra una persiana, no pude derribarla, así que dormí debajo de un tanque de agua entre cajones de cerveza y tachos de pintura. Con la esperanza de antes que anochezca vencer una ventana y acceder a una lata de conserva, a la hora de la siesta, con los ojos entrcerrados, sintiendo el frío en el pecho, me dormí sobre la medianera.
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