Camina el escribiente sin destino, por la orilla del mar, recordando otras orillas caminadas, entendiendo ahora, que ésta, era el destino de todas las anteriores. Había andado la orilla de plazas que separaban las bocinas y los rascacielos, de los pájaros y del verde. A la orilla de vias muertas, estaciones abandonadas, donde durmió a la orilla de la intemperie y del hambre, sin cobijas. Anduvo por la orilla de la justicia, sin poder encontrar nunca, la orilla del olvido. Orilló aguas donde asomaban techos, también techos que no paraban el agua y por la multitud tiznada de bosques consumidos por el fuego. Andando por calles abandonadas de ciudades perdidas, juntaba números del suelo y se los comía, descubrió que de algunos árboles nacian letras, descubrió que ordenarlas era alimento. No recordaba nada, ni el último juguete, ni la primera novia, tampoco la casa de ningún amigo, ni el escondite de los enemigos, no recordaba aulas, ni patios, no recordaba su nombre. Camina por el destino de todas esas orillas, sin destino, dejando que el sonido de las rompientes se le deslice adentro para juntarse con los más antiguos ecos de cuadernos rotos, la mirada dorada, llena de espuma que el ocaso dora.
Debajo de una sombrilla amarilla, como las retamas, como las lunas nuevas y las cartas viejas, una mujer lo ve llegar, sentada en una silla amarilla. La mujer es bella, como el momento, tiene una mirada que llama, que pide, donde es fácil dejarse caer a pasar la vida. lo mira y le pregunta
-¿Cómo te llamás?
-No lo recuerdo -le dice, convencido de que nunca lo supo.
-¿Y de dónde venis?
-No lo se, creo que de las orillas.
-¿Puedes escribir?
-Creo que sí.
-Entonces te lo pido, escribime de tus orillas -dijo la lectora, mientras le alcanzaba un lapiz negro y un cuaderno en blanco.
Él se sentó sobre una piedra para escribir la historia del hombre que todos creían tonto, que no era hombre, ni tonto; sólo era un niño.
La lectora leyó atenta, concentrada, buscando formar parte del paisaje de la historia, cuando terminó, tenía más tibia la mirada.
-Me gustó mucho, quiero leer más -y le puso un nombre- a partir de ahora te llamás Escribiente.
El escribiente, orgulloso de tener nombre, agradecido, volvió a la piedra y escribió la historia de las aguas que arruinaron los campos, de los animales muertos y de la llúvia, sobre los ojos abiertos. La lectora la recorrió emocionada y pidió más
-Escribiente, necesito seguir leyendo de tus historias, escribime más, mucho más.
Y el escribiente escribió más, mucho más. Escribió la historia del pájaro que regresa a morir en las palmas de una madre, muerto por sus amigos. Escribió la historia del bosque, del hachero y la lágrima de luna. La de los desencuentros entre mí y mismo en las noches deslunadas, escribía y le llevaba a la lectora que en la silla amarilla, debajo de la sombrilla, consumía todo y pedía más.
Había sobre el mar, un leve, tenue atisbo de aurora, cuando finalmente, agotados, a la orilla del amor, se quedaron dormidos.
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