Todos los días nos encontrábamos, más o menos a la misma hora. Algunas veces cruzábamos alguna frase corta o una sonrisa. Algún fin de semana cuando había tiempo, cuando la prisa diaria lo permitía, manteníamos una breve charla, o simplemente estábamos en silencio, pero comprendiéndonos.
Era como una especie de ceremonia, dependía del estado de ánimo que hubiera, el tema de esa conversación.
Las últimas semanas antes de que sucediera aquello, el tema versaba invariablemente sobre los cambios en mi persona. Sí, era cierto, yo estaba cambiando. La dieta, los ejercicios, el nuevo look en el pelo y la ropa me convertían en otra persona, por fuera, claro.
Porque por dentro seguía igual. Las mismas tendencias a la melancolía, a tener esos accesos de alegría y de pronto caer en la más sutil de las desesperanzas.
Pero ella me comprendía, me alentaba, aunque a veces solía darme unas buenas reprimendas que me sacaban de mis estados de angustia.
Sus opiniones tenían, a veces, mejor efecto que las charlas con mi terapeuta. Me hacía sentir bien, y renovar mis expectativas de un tiempo mejor, pese a mis dificultades.
Todo fue bastante bien, hasta que aquello, lo inevitable, sucedió. Esa odiosa mañana de la mudanza, en que las manos torpes de un operario, dejaran caer por las escaleras, el habitat de mi mejor amiga, el enorme espejo de dos cuerpos de mi tocador en el cual cada mañana encontraba con quien compartir todo lo que no me animaba a decirle a nadie, solamente a mi propia imagen de la que ahora me quedaba nada más que la sombra de unos cristales rotos.
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