Amar resulta invariablemente un naufragio. Aquí, en la ciudad, es caminar por entre un mar de gente opaca, ennegrecida a causa de su propia indiferencia; nadar con la única esperanza de encontrar ese rostro que inunda el espacio de nuestra imaginación, los ojos a los cuales nos adherimos en las noches de insomnio a la deriva, el semblante que tanto conocemos y que, tal vez, sabemos exactamente dónde encontrar, pero que en la viandante soledad de lo cotidiano se nos revela doblemente ausente, siempre en fuga.
Y cuando estamos ahí, de frente al ser amado, el mundo se deshace en violento oleaje, como un mar embravecido de concreto que amenaza la efímera existencia de esa flor que crece en nuestras manos, tan dolorosamente frágil que volvemos a sentirnos solos, desprotegidos por no ser capaces de proteger lo que, en el fondo, desearíamos fuera nuestra verdadera fortaleza.
Amar resulta invariablemente un naufragio y, en el mejor de los casos, es llegar al puerto desolado de una isla vacía, una calle desierta. Será por ello que el amor no conviene a quien no sabe estar solo, abandonado consigo mismo, y quien lo sabe probablemente sepa también que amar es una duda, no una respuesta. |