Después de volver no sabía que hacer. Resolver mis dudas no sería suficiente, quería saber más. Ella no me diría otra cosa que lo que quería escuchar. Dejando de lado todo esto ¿cómo es que ella sabía lo que quería? ¿Desde cuándo ella me conocía tan bien?

Fue en esa tarde gris, sí era gris, no porque estaba nublado, los días nublados en realidad son más bien blancos. El día gris se debía a su vestimenta, siempre sus blusas, vestidos, pantalones pintaban mis días como si de pigmentos se trataran. Llevaba esa blusa gris que tanto resaltaba su poco busto, cosa que a mí me encanta.

Resolví no hablarle, mi cobardía rogaba al cielo que ella me hablara, si no lo hacía todo estaría bien.
Me habló, como si leyera mis pensamientos, rindiéndome ante mi suerte, le pregunté su nombre y desde que lo sé hasta hoy soy suyo pero ella no es mía.

Ella me controla, y me hace perder la razón de la manera más estúpida que existe. Me he ido tantas veces y en cada una de ellas regreso y lloró por su perdón rodeado de sus brazos, sin razón.

Sé que no es amor, no es nada parecido, ella tiene algo en sus ojos de avellana que logra derretirme el cerebro. Ahora solo vivo porque ella me dijo que lo hiciera, que viviera un años más. No entendía nada ese día, parado en la silla con una cuerda en el cuello, pero hoy lo sé.

Estoy en el hospital, afuera de su habitación. Me espera y lo sé, pero no quiero entrar. Le preguntaré por su salud y me dirá que está bien pero no es verdad, sin embargo en ese momento le creeré porque le creo todo. Ella llorará como la última vez y me pedirá que la abrace y que me quede con ella hasta que se duerma o me tenga que ir. Lo haré.

No necesito regresar, pero quiero hacerlo. No quiero verla así, pero lo necesito. Lloraré de nuevo al salir de su habitación y las enfermeras y personas que pasen me verán con lástima, pues qué es un hospital sino un lugar para dejar el dolor, yo dejo el mío aunque después regrese a mí, como yo a ella.

No tengo el valor para entrar, ni siquiera para hablar con ella. Entonces deseo que ella me llame, me diga ven, como en aquel día gris, pero no sucede. Me quedo parado, frente a la puerta, ya me cansé de verla de blanco pues así mis días se nublan y no veo bien.

No me gustan estos días blancos en los que ella ha estado en el hospital. El solo hecho que pensar en ella con su batita blanca, me hace sentir nublado. Así es como decido llorar, deshacerme no solo de mi dolor, sino también de mi cobardía.

Lloro, pues encuentro placer en hacerlo, la gente solo pasa, saben que me sucede algo, pero también saben que ya estoy en el hospital en que otro lugar podría estar mejor, ¿en los brazos de mi madre?, ella ya no está, estaría mejor en los brazos de ella.

Con ese rastro fugaz de valentía me levanto, me seco las lágrimas y tomo la manija, pero no doy la vuelta. La muevo para hacer ruido y que ella me diga “pasa”, pero solo el silencio me responde. ¿Y si está dormida? Mejor no entro, mejor regreso otro día, regreso a llorar y a no abrir su puerta. Todos los días le traigo una rosa roja que termina en la basura, pues no tengo la valentía de entrar y verla tan mal. Tampoco quiero que ella me vea mal, no quiero que sufra más, pero qué más puedo hacer si la necesito.

El pasillo a la salida es largo pero ya me acostumbre después de dos años, todos los días una enfermera me acompaña por ese recorrido y me despide con mucha cordialidad. Los doctores y algunos trabajadores me saludan en la entrada, y yo les saludo igual mientras tiro la rosa en el bote de siempre, dónde Juan, el portero, cuida el hospital. “Amigo, ¿por qué mejor no va a verla al panteón?” me dice y yo sin comprender le contesto: “A mi mamá la veo cada mes”, él niega con la cabeza y con la mano me dice adiós.

Mañana vendré de nuevo, y trataré de entrar a su cuarto. Está vez si lo haré; sí tan solo me dijera qué pase.