La verdad hiriente y contundente
RÉQUIEM POR PERÚ, MI PATRIA
Por ORLANDO MAZEYRA GUILLÉN
A través de toda nuestra sinuosa vida republicana, nunca dejó de ser notoria esa inveterada malquerencia nuestra por las grandes y punzantes verdades que, subrepticiamente, atribulan –aparte de condenar– a nuestro irredento país. La historia de este pandemonio que tozudamente todavía llamamos Perú es, querámoslo o no, la historia de la frivolidad hecha patria, del sempiterno escamoteo de nuestras más execrables vergüenzas nacionales (¿para qué mostrarlas? Mejor soslayarlas para evitar contratiempos, ¿no es cierto?).
Perú: país de opereta, país donde todo lo que linda con lo absurdo adquiere de inmediato derecho de ciudad: lo sustancial nos repele, y lo intrascendente nos abruma y atrapa... País de vastas llagas virulentas –revísese, para más señas, el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación– que preferimos ignorar con olímpica indiferencia.
Herbert Morote (Pimentel, 1935) es uno de los pocos peruanos que, desembozadamente, quiere “enfrentarnos con lo que sí duele, con lo que se ocultó en el sótano de la memoria”. Para él fue trágico descubrir que todo lo que le enseñaron sobre su –¡nuestra!– patria era falso; su desmedido afán por corregir nuestra viciada historia nacional lo llevó a componer un “Réquiem por Perú”, valiosísimo ensayo que, según Alfredo Bryce Echenique, “debería ser lectura obligatoria no sólo para todos los peruanos, sino también para todos aquellos que pretenden penetrar sin anteojeras en las mil y una falsificaciones de la realidad peruana”.
En una sincera nota liminar, el autor confiesa que no pretende agradar al lector (¿desde cuándo las más terribles verdades son agradables para alguien?), sino, más bien, desearía que, este ensayo, al leerlo duela, y duela tanto como a él le dolió escribirlo. Y, en definitiva, el libro cumple su objetivo: ¡duele! Habría que tener sangre de pato para mostrarse indiferente ante esta imperdible pieza ensayística que no rehuye a ninguno de nuestros complejos, vicios ocultos, fobias e inclinaciones perversas. Morote practica una especie de autopsia a una inefable patria que cree irremisiblemente muerta: “lo más seguro será que aquellos que protesten por la autopsia sean los mismos que contribuyeron a su muerte”.
El libro es, también, una vacuna contra la amnesia. Nos recuerda que “hemos olvidado los nombres de los ladrones, embusteros, sinvergüenzas, incapaces y traidores. Queremos recordar lo que no tiene importancia social”. Más adelante, habla sin cortapisas de nuestros “erróneos” símbolos nacionales: “los símbolos de mi patria son el Himno Nacional, la Bandera y el Escudo. Un cínico podría decir que representan fidedignamente nuestra condición hipócrita, superficial y falsa”. Morote llega al extremo de ridiculizar, con atendibles fundamentos, a nuestro Himno Nacional: música bonita con un contenido mendaz (“…libertad en sus costas se oyó” ¿dónde quedaron las primigenias rebeliones andinas de José Gabriel Condorcanqui? Lo peor de todo es que tuvo que aparecer un movimiento terrorista que exhume nuestro convenido olvido para todo lo que tiene ver con el mundo andino. ¿Se merecía eso Túpac Amaru?).
El Perú está muerto. ¿Quién lo mató? En una parte del libro descubrimos que la primera herida mortal provino de una bayoneta: “Uno de los instrumentos legales que hasta hace poco se utilizaba para someter al pueblo era el SMO. La leva sólo la cumplían los indígenas, a quienes arrancaban de sus pueblos en las formas más crueles y violentas, y los jóvenes de humilde extracción. Ninguna persona ‘decente’ servía en el ejército (esto sigue vigente). Los militares se burlaban de los sorteos, de sus propios reglamentos y de cualquier orden legal, sólo escuchaban a su entorno y a todo aquel que podía sobornarlos para rescatar a sus hijitos del SMO”.
La página 64 nos muestra un país plagado de gentes que, dentro de la personalísima taxonomía de Morote, pertenecen a lo que él considera un veneno mortal. Son los “limeñitos de m…” (LDM). El típico LDM se cree poseedor de los derechos inherentes a su estado social. Mira por encima de las cabezas de todo el resto. Para él los otros son cholos o brutos o pobres o indios, y afirmaría con orgullo el malvado dicho de que “el indio nunca es bueno, cuando es bueno nunca es perfecto, y cuando es perfecto siempre es indio” (sería conveniente aclarar que LDM no los hay sólo de la capital; los hay también arequipeños, tacneños, trujillanos, etcétera). Para Morote el impresentable Cipriani, prejuicioso y homofóbico, constituye “la sublimación del LDM, su epítome, su glorificación, es decir su ¡Gloria in excelsis Deo! Él cree que su nivel intelectual lo deja fuera de cualquier parámetro terrenal”. Tan superior se cree que se jacta de haber hecho pública su opinión de que los derechos humanos no son más que una palabra soez.
También pululan los “criollitos de m…” (CDM). Si el LDM habla en voz alta, el CDM puede pasarse callado todo el tiempo esperando que nadie lo vea rayar un auto, romper la luna, robarse cubiertos de su anfitrión, engañar a su vecino, etcétera. “Así como el cardenal Cipriani es el sumo pontífice de los LDM, Vladimiro Montesinos es el más bajo, rastrero, canalla y miserable de los criollitos de m…”.
“Réquiem por Perú, mi patria” (Palao Editores, 2004), es la mirada incisiva de un peruano que aborda todo y no se calla nada: el mito de los ricos, nuestra horrible capital, nuestros pésimos gobernantes, los falsos héroes, el pernicioso racismo, el terrorismo, nuestros intelectuales, los religiosos, los poderes del estado… “Estoy agotado de analizar heces”, confiesa en el último capítulo, y el lector, culto o profano, es copartícipe de ese sentimiento.
Herbert Morote, a lo largo de las 285 páginas de su ensayo, nos trata de mostrar esa verdad que, hiriente y contundente, habla largo y tendido de nosotros; de lo que fuimos, de lo que somos, de lo que algún día –por nuestro propio bienestar, individual y colectivo– debemos dejar de ser.
ORLANDO MAZEYRA GUILLÉN
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