Hay un don en su silencio que se lía,
inevitablemente,
con el deseo de la libertad inmarcesible,
como la sed que de usted me embarga
desde hace tanto tiempo.
Hay un don en sus palabras que se mezclan,
delicadamente,
con ésta necesidad de encontrarlo por mis pasos,
los mismos que dejan huellas vacías cada vez que se aleja,
con su figura impetuosa y etérea.
Hay un don en su distancia que penetra hasta mis raíces,
alegóricamente,
como lo hace en mi imaginación tan repetida y cálidamente,
que llegado el día reconoceré su cuerpo como templo olvidado:
misterioso y sublime.
Hay un don en su abrazo que me envuelve,
vertiginosamente,
y por ese breve instante olvido mi cimiente, mi nombre, mi latido,
para deslizarme en usted y en esos brazos que me encauzan a dónde ansío llegar
húmeda y plácidamente.
Sin embargo y aunque parezca reacción primitiva,
formalmente,
no hay don en la espera que parece interminable,
porque abrió las puertas de mi deseo y de mi alma,
dejando su nombre resonando por todos mis rincones.
Hay un don en mi modo de no buscarlo,
ese mismo que hay en el suyo de no venir a mi.
Dones que tal vez,
nos hagan ceniza. |