Dejamos de ser uno cuando amamos, para remontarnos al clamor de los sentires. Mansos, etéreos, nos fundimos en esa serenata indescifrable de los tiempos, aceptando el desafío de no verse, sino con unos mismos ojos. Y la sangre se detiene en el equilibrio de los rostros, como una mirada ausente que regresa alborotando lo recóndito. Yo no sé otros, pero mi amor ha trascendido el hueco de tu nombre para perfilarse en las memorias, junto a lo indescriptible de los soles que amenazan la felicidad. Me detengo en tu semblante para refugiarme del acecho, mientras la boca sigilosa se derrama en mis confines, que son tuyos, como una marea de eternos vientres. Y el reflejo se diluye tras las sombras que nos atan a las tardes; soy tuya y eres mío, trascendiendo lo magnífico del todo, apresados en ese territorio ilimitado que se funde con más besos, húmedos, abstractos, opacados en una densidad de labios explorados por mil lenguas. La noche se agiganta en el azabache de las almas, enmudecidas y furiosas, como una silueta multiforme rondando el norte de las casas; detrás, tu vida confluye en el paradero de mi ser, plasmado bajo el ruego de la incertidumbre, de ser y no la misma sangre...
Ana Cecilia.
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