Después de Salir de la casa, Roberto caminó hasta la suya pensando en todo lo que había discutido con su ex discípulo, respecto al suicidio y en ese momento comprendió que algo superior a él mismo lo había inducido primero a visitarlo y luego a haber mantenido esa absurda conversación.
Sin causa aparente desde varios días antes había dejado de ir a trabajar y aunque en su casa, su familia y amigos lo consideraban una persona exitosa, con una carrera brillante y el porvenir asegurado, solo creyeron que había pedido una licencia en el trabajo para hacer los preparativos de su matrimonio con su novia con quien mantenía una relación por más de cuatro años, pero nadie se preocupó por conocer los detalles, pues ya lo conocían como una persona tímida e introvertida.
En efecto el primer día que dejo de asistir al trabajo, temprano en la noche se presentó impecable en la casa de su novia para lo que parecía una visita convencional, pero no fue así. Entró con ella hasta la sala y sin tomar asiento y sin darle ninguna explicación de sus motivos, terminó de una manera formal la relación que hasta ese día habían mantenido y acto seguido abandonó la casa para no regresar jamás.
Ese fue el último día que se le vio de corbata y rasurado. Desde entonces pasaba la mayor parte del tiempo en su cuarto escuchando música clásica y meditando y solo salía ocasionalmente a comprar cigarrillos. Hacía mucho tiempo que se sentía solo, aunque estuviera rodeado de multitudes y su autoestima gradualmente había ido disminuyendo hasta encontrarse por el suelo.
Ninguno de los logros que hasta entonces había alcanzado, como graduarse con honores de físico o la beca que le había otorgado un organismo internacional con la que hizo un post grado en el exterior o el excelente trabajo de investigación que realizaba en la compañía para la que trabajaba le habían proporcionado satisfacción personal alguna a lo largo de su vida.
Sentía que todo lo que hacía era hueco y carente de sentido y nunca pudo entender el por qué de los continuos elogios que permanentemente recibía. Pensaba que había confundido su vocación al elegir la profesión que estudió y que la mayor parte de las cosas que hacía, no las hacía por convicción sino siempre para agradar a alguien y cuando tuvo la entereza de asumirse a sí mismo tal como era y ver el desolador espectáculo que él mismo se brindaba, esto lo condujo a una profunda depresión de la que nunca logró recuperarse. Intelectualmente sabía que el estado en el que se encontraba era en extremo peligroso, pero emocionalmente no le importaba porque sentía que al caminar al filo de la navaja por primera vez actuaba con autenticidad y eso explicaba la impresionante pendulación que había sufrido su vida en unos pocos días.
Tenía perfecta conciencia de a dónde lo llevaría esa depresión como también que si buscaba ayuda profesional, con facilidad podría salir de ella, pero en realidad no le interesaba hacerlo.
Conscientemente y casi con premeditación emprendió un camino sin retorno en el que al fin logró sentir la satisfacción de hacer algo en su vida que le proporcionara algún grado de realización.
Una tarde en que salió a la calle a comprar cigarrillos, decidió no hacerlo en la tienda habitual sino que caminó por espacio de media hora y entró a un lugar en el que no lo conocían y pidió un paquete de cigarrillos y tres sobres de Racumín.
Regresó a su casa y guardó los sobres entre su ropa limpia y empezó a madurar la idea de cuándo y cómo se los tomaría. Los mantuvo guardados por algunos días y de cuando en cuando los sacaba y los observaba, para luego volverlos a guardar, como si se hubieran convertido en una tura para él.
Durante esos días ni por un instante sintió miedo ni vaciló de la decisión que había tomado, pero en el momento en que reflexionó en las cosas que debía dejar en orden, pensó en sus padres y hermanos y en el dolor que ellos tendrían cuando todo hubiera concluido y sintió un poco de nostalgia, no por alejarse de su familia o por temor a perder la vida, sino por la falta de comprensión por parte de ellos y en un gesto de profundo egoísmo, algo por completo inusual en él, no quiso preocuparse por nadie de los que lo sobrevivirían y desistió de escribir cualquier clase de nota de despedida.
Pensó en doña Pepita, su mamá, una mujer abnegada que siempre se sacrificó a sí misma para que sus hijos se superaran y fueran personas de bien. Gracias a ella nunca se fue a estudiar o a trabajar con el estómago vacío en las mañanas, o a la cama en las noches, aún en las madrugadas de intenso estudio. Siempre le tenía su ropa perfectamente arreglada y su cuarto en orden. En apariencia había sido una madre ejemplar, que siempre estuvo orgullosa de su brillante hijo, pero en lo más íntimo de su corazón Roberto sabía que ella toda la vida había preferido a Romel, su hermano mayor.
Era una discriminación muy sutil que solo él pudo percibir pero que lo había marcado desde muy niño. También pensó en su padre, un hombre recto, militar de carrera, que siempre estuvo preocupado porque a Roberto nunca le faltara nada tanto en lo personal como en lo académico y que todo el tiempo lo estaba motivando para que fuera el mejor en cualquier cosa que emprendiera y que nunca se cansó de repetirle y de decirle a los demás que su hijo era un genio, cosa que por siempre creyó y por algún tiempo logró hacérselo creer al propio Roberto, pero que en lugar de ser algo positivo para él, por el contrario le causó una gran decepción al descubrir que no era cierto.
Su hermano mayor, otro profesional brillante, a quien Roberto veía como un triunfador auténtico, extrovertido y felizmente casado que siempre lo vio como al hermanito menor y que nunca pudo ocultar la subestimación que de él hizo, aunque nunca le dio un maltrato ni se le escuchó un comentario negativo de su hermano.
Recordó a Gloria, su hermana menor y sus juegos infantiles, que siempre fue su cómplice incondicional y con quien había mantenido la relación más estrecha en toda la familia, pero que desafortunadamente por no haber tenido desde niña una buena relación con su madre, de forma prematura abandonó el hogar, casándose con un hombre mayor al que no quería y con quien se fue a vivir a otro país y de la que no se volvió a saber nunca más.
Pensó en su novia y en sus cuatro años de noviazgo, con quien se conoció un poco antes de viajar a la Patricio Lumumba para hacer su post grado y la que pacientemente lo esperó hasta que lo terminó y regresó al país y en quien él buscó un refugio a su soledad, mientras ella lo tomó como un buen partido para asegurarse el porvenir.
Pensó en sus compañeros de trabajo, en unos pocos que lo apreciaban y en la mayoría que le tenían envidia y no perdían oportunidad de tratar de desprestigiarlo frente a sus superiores mientras con hipocresía trataban de aparentar ser sus amigos.
Parecería que la vida había sido generosa con Roberto y que lo que de ella había recibido no apuntaba para hacer de él un candidato de suicida. Sin embargo pese a no haber sido nunca violentado, ni haber sufrido privaciones ni venir de un hogar conflictivo, se sintió como un fraude desde que descubrió que no era ningún genio y siempre como un segundón al lado de Romel y eso fue suficiente para que se encubaran esos sentimientos de inseguridad y mediocridad que lo llevaron a tomar esa decisión.
Un día lunes a las tres y cincuenta minutos de la tarde, cuando no había ninguna otra persona en su casa, salió de su dormitorio bajó hasta la cocina, sacó una gaseosa de la nevera, la vertió en un vaso grande y regresó a su cuarto, puso seguro en la puerta y con toda tranquilidad puso uno tras otro los tres sobres de veneno en la bebida, los disolvió bien con el dedo índice de la mano derecha y levantó el vaso en un gesto simbólico de brindis y con una dosis de ironía dijo: «salud» y lo bebió pausadamente pero sin respirar hasta el final.
A continuación colocó a un volumen moderado el disco de la obertura del Barbero de Sevilla y con una sonrisa de satisfacción se recostó por última vez sobre su cama, donde se quedó dormido hasta que lo retorció el primer estertor cuando el bebedizo comenzó a hacerle efecto.
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