Diario EL PUEBLO, 30 de junio de 2004
Para intentar sondear cómo ha influido el libro en la edificación de la sociedad actual, inicialmente tendríamos que formularnos una difícil interrogante: ¿acaso la raza humana hubiera podido alcanzar los niveles de progreso y desarrollo que hoy ostenta, sin tener al libro como la piedra angular de la preservación y difusión del conocimiento? La respuesta que disipe esta duda no debe admitir un no rotundo, porque, si nos imaginamos un mundo exonerado de los libros, necesariamente tendríamos, también, que elucubrar una civilización en la que exista algún otro medio de transmisión del saber, que sea tan práctico y portentoso como lo es el libro.
Hoy, en los albores del siglo XXI, el medio más utilizado para el transporte y enriquecimiento del conocimiento sigue siendo el libro; es cierto que la red de redes (internet) se va erigiendo como el canal fundamental para la obtención, procesamiento y distribución de la información, y, por tanto, el libro parecería estar condenado a una lenta e inminente extinción. Pero, de ninguna manera debemos olvidar que éste tan sólo ha cambiado de forma: ese conjunto de páginas acondicionadas con textos e ilustraciones, ahora adopta un formato electrónico que le permite mostrar ese conocimiento a través de las pantallas de un ordenador. Al fin y al cabo, este necesario devenir no es en desmedro del libro en sí. Antes bien, es su afirmación en su espacio y en su tiempo.
Y, ¿cómo podemos valorar la importancia del libro en nuestra vida diaria? De infinitas maneras. Pero hay una muy sencilla: si queremos, por ejemplo, saber el significado exacto de la palabra ‘libro’ tenemos necesariamente que consultar un libro que, en la lengua de Cervantes –cuya obra capital, El Quijote, lo inmortalizó gracias al libro en el que plasmó sus profusas fabulaciones–, conocemos como diccionario. El ‘mataburros’ es un inmejorable exponente de la necesidad de los libros en la construcción de las sociedades cultas y en la destrucción de las sociedades ágrafas.
La aparición del libro no sólo ha ayudado (y aún, todavía ayuda) en gran medida a la alfabetización de los seres humanos y a la desaparición de esa pérfida oposición sistemática a la difusión de la cultura en las clases populares que es el oscurantismo; el libro, en sus diversos rubros, ayuda a algo fundamental e irrenunciable en el ser humano: ¡ser libre! El aprendizaje intelectual de la libertad y su difícil –pero muy necesario– ejercicio sólo se logra gracias a los libros que uno lee en el transcurso de su vida. Acá entra a tallar la literatura, que no sólo nos ayuda a cultivar la libertad, también nos hace ser conscientes de nuestras limitaciones e imperfecciones. Mario Vargas Llosa nos dice que las buenas ficciones pueden, en muchos casos, generar una actitud de rebeldía ante la autoridad, las instituciones o las creencias firmemente establecidas. Por eso la Iglesia –cuya fe descansa sobre las páginas de, quizás, el más famoso de los libros: la Biblia– siempre desconfió de las novelas e inventó a la Inquisición, oprobiosa institución que sometió a estricta censura a muchos libros y llegó al extremo de prohibirlos en sus colonias durante centurias.
Al igual que la Inquisición, todos los gobiernos que tienen como objetivo controlar la vida de los ciudadanos han desconfiado de muchos libros –en especial de las ficciones– y los han defenestrado de sus territorios mediante la censura.
A MVLL también le parece persuasiva la tesis de que los incas no quisieron conocer la escritura –y mucho menos los medios de transmisión del conocimiento como lo son los libros–, porque constituía un peligro para su “sociedad regimentada y burocrática, de hombres hormigas, en los que el rodillo compresor omnipotente anuló toda personalidad individual”. ¿Cuántos de nosotros estaríamos dispuestos a sacrificar nuestra libertad personal en pos de la justicia social? ¿Cuán imperfecta era la vida durante el incario?
Es inútil pretender cuantificar la relevancia que ha tenido el libro como herramienta al servicio del hombre, porque sus bondades son tan profusas como insoslayables. El libro es el mejor medio que se ha inventado para difuminar la cultura y el progreso en las diversas generaciones de seres humanos. Sería útil, y sobre todo aleccionador, pensar en la no existencia de libros capitales: ¿cómo sería el mundo si no existiese la Biblia? ¿Cómo hubiese sido el mundo si Marx no hubiera elucubrado “El capital”, Cervantes “El Quijote”, Adam Smith “La riqueza de las naciones”? La respuesta más huidiza e inconveniente sería aseverar que el mundo sería distinto, pero, ¡nunca!, jamás la respuesta involucraría un adjetivo benevolente. Porque si somos conscientes de que vivimos en un mundo plagado de antípodas, de extremismos bárbaros que nos escarapelan, de fanatismos inútiles y diferencias abismales; debemos ser conscientes también de que la mejor herramienta para mejorar el mundo o hacerlo menos imperfecto es el libro. Los más encumbrados intelectuales van afianzando sus diversas posturas gracias a los libros: en sus insaciables lecturas descubren a sus mentores. (Fueron los libros los que permitieron que Mariátegui conozca y emule a Friedrich Nietzsche, lo mismo pasó con Vargas Llosa y los galos Sartre, Camus y Flaubert.)
Pero, si el libro es uno de los grandes motores del progreso universal ¿por qué la gente cada vez lee menos? “Porque… no hay tiempo para leer”, murmurará algún despistado (con un control remoto en la mano).
ORLANDO MAZEYRA GUILLÈN
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