CENIZAS
Cuando Pablo y yo nos mudamos para este barrio, ya Tímea la húngara vivía ahí en esa casa verde de la esquina. Durante el día una paz de ángel envolvía todo su entorno. Se sentaba cerca de la ventana a bordar con imágenes bíblicas unos manteles blancos, que luego al final de la semana un amigo suyo llevaba a vender a La Habana. Música cíngara, con nostálgicas notas de violines y contrabajos, la acompañaban en su labor; sólo interrumpida para darle vueltas en la cocina al horneo de unos dulces raros que ella llamaba “palachintas”, y que eran ofertados a precios exorbitantes en la cafetería clandestina de Mirtha la coja. Pero en la noche, era como si el brillo de los astros le revolviera la sangre. Sus gritos de placer, lanzados en su idioma de estepas, recorrían de punta a punta toda la cuadra, pidiéndole más amor al amante de turno. En tan solo un año más de diez maridos ajenos sudaron sobre sus sábanas, y cuando con mucha lógica comencé a temer por el sudor del mío, ya era demasiado tarde. Una mañana, mientras hablábamos de ella, descubrí que los ojos de Pablo brillaban de una forma diferente, y supe con certeza que la muy cabrona me había robado a mi hombre.
Debí haberlo sospechado una semana antes. Estábamos tomando el café de las tres de la tarde, y como era costumbre, Mimí -la vecina de los bajos a quien siempre llamaba para disfrutar juntas de la infusión-, y yo comenzamos a conversar de lo licencioso de la conducta de la húngara. A él le dio por defenderla. Nos dijo que en el fondo era una pobre infeliz. Que su amigo, el vendedor de manteles, le había contado todo cuánto le aguantó Tímea a su primer marido, un negro bruto que la trajo a pasar necesidades a esta isla, y que cada tarde le llenaba el cuerpo de contusiones y hematomas. La humilló cuanto quiso, presentándole incluso a varias de sus amantes, hasta que finalmente decidió dejarla para marcharse a los Estados Unidos. Cuando meses después sus padres la mandaron a buscar desde Budapest, ya ella no añoraba el regreso. Por primera vez en tantos años disfrutaba de libertad, y además se había enamorado del trópico.
-¡Yo creo que se había enamorado de otras cosas más calientes -dije en son de burla, señalándole para la portañuela.
Mi insinuación le molestó. Mirándome como si me despreciara, y sin detenerse a pensar en que Mimí estaba presente, me gritó colérico:
-¡Cochina!
No me avergüenza confesarlo. Fui yo quien incitó a la familia de los muchos para que le fueran comiendo uno a uno sus cinco gatos siameses. También a cambio de durofríos de guayaba le pedía a varios negritos de al lado que pasaran cada tarde para burlarse de ella, y para que le rompieran a pedradas los cristales del balcón. Tenía motivos para aborrecerla. Así es que no me arrepiento de nada. Ella me había golpeado primero. Me había arrebatado la llave de mi felicidad. Cualquiera que haya pasado por el trance de ver cómo el ser que uno ama le da la espalda a nuestros sentimientos, y prefiere compartir caricias con otra persona, podrá entender todo cuánto hice y hasta dónde llegó mi despecho. Recurrí incluso a ciertos trabajos de brujería que me orientó mi madrina, y recé noche y día para que una mano vengativa golpeara fatalmente a esa mujer. Por eso, cuando pasaron las cosas, me sentí algo incómoda y hasta responsable, pero a fin de cuentas yo perdí tanto como ella, yo lloré tanto como ella, y me siento hoy tan desgraciada como ella. Definitivamente su mala suerte no pudo ser culpa mía.
El invierno pasado la llamaron con urgencia de Budapest. Su único hermano había muerto aplastado por un enorme árbol en una carretera de Alemania. Viajó a Berlín en busca de un pedazo de muro recién derrumbado para ampliar su colección de objetos históricos y, al regreso, una tormenta de nieve lo convirtió a él mismo en historia.
Ya entonces hacía casi un año que Pablo era la nueva inspiración de los gritos de Tímea. El sueño de toda su vida de viajar alguna vez por Europa se le hizo realidad, cuando ella, con los ojos hinchados de tanto llorar, le pidió que también él hiciera las maletas, pues su padre había pagado pasaje para dos.
Me lo puedo imaginar caminando por las riberas del Danubio, y riendo de felicidad en cualquier acogedor café de la capital húngara. Según sus propias palabras, Budapest era una de las ciudades más bellas y aristocráticas de toda Europa.
Pero ya su corazón no soportaba tanta belleza. Quince días después de su partida, Tímea llamó a Cuba para anunciarle a la madre y hermanos de Pablo que este había fallecido de un infarto masivo mientras comían un estofado de ovejas en un restaurante de la isla Margarita. Pedía permiso para incinerar el cuerpo. En estos momentos su familia no contaba con el dinero suficiente como para pagar el traslado de un muerto desde Europa hasta el Caribe. Un ánfora con las cenizas salía en cambio más barato. No había necesidad de congelar nada, y el tamaño a transportar era también menor.
La familia no estuvo de acuerdo. Tampoco yo, aunque por supuesto no fui consultada. Para mí será siempre un acto bárbaro el no poder enterrar a un familiar de cuerpo entero, y apoyé la determinación de mi exsuegra de colgarle el teléfono cuando con la voz sonando rara por la distancia, Tímea le comunicó que ya no había remedio, pues todo estaba hecho.
Llegó a Cuba en una soleada mañana de primavera. Pero llegó sola. Su desconcierto no tuvo límites cuando uno a uno, los pasajeros hicieron desaparecer de la estera rodante todos los paquetes que venían en la barriga del avión, sin que ella lograra divisar el suyo. Definitivamente, el ánfora con las cenizas de Pablo no había hecho el viaje a Cuba.
Durante quince días estuvo alquilando máquinas para ir al aeropuerto. Lloraba e imploraba tanto, que los custodios y el personal de la aduana terminaron por conocerla. Cuando la veían aparecer con sus espejuelos oscuros y un pañuelo en la mano para limpiar su enrojecida nariz, se decían unos a otros destilando compasión o burla:
-¡Ahí está otra vez la húngara del muerto!
E invariablemente tenían para ella la misma respuesta de consuelo:
-No, compañera. Su paquete aún no ha llegado. Vuelva mañana para ver si lo envían en algún vuelo que venga de Europa.
Así hubiera seguido eternamente hasta que el cansancio terminara por doblegarla. Pero por fortuna y buena coincidencia, la última máquina que paró en la carretera era conducida por un militar que iba también a preguntar por un equipaje extraviado. Al escuchar la historia de Tímea -quien seguramente se deshizo en mohines o para agradar o para inspirar lástima-, quedó espantado ante tanta desgracia, y se dispuso a interceder por ella.
Sus grados abrían puertas, incluso las del amplio almacén en que por tiempo indefinido reposaban los objetos sin dueño. Sólo le bastó mostrar un carné para que los autorizaran a buscar ellos mismos el ánfora perdida. No hubo necesidad de rastrear mucho. Bien visibles, junto a una columna, estaban las cenizas viajeras, cautivas en su prisión de metal, y engalanadas con varios papeles de embarque, acuñados en Budapest, Berlín, Roma, Bruselas y Madrid.
La familia de Pablo no quiso ni oír hablar del esparcimiento de las cenizas. Contra toda lógica, y quizás en una actitud rebelde ante el proceder de Tímea, optaron por vaciar el contenido del ánfora en un ataúd y darle una sepultura tradicional. Esa idea, aunque fuera para molestar a la húngara, me pareció descabellada. No había que llegar a tanto. Pero eran ellos quienes tenían el poder de decisión, y las cosas se hicieron a su antojo.
De lo que aconteció en el entierro no quisiera ni acordarme, porque pese a su traición, Pablo no merecía algo así. Pero en fin, uno es humano, tiene sangre en el cuerpo, y hay ciertas cosas que no tolera. Esa desgraciada se presentó luciendo en su dedo anular el anillo de matrimonio que un día Pablo me regalara, y que estrellé contra su cara cuando decidió cambiarme por ella. No bastándole con eso, en un momento en que aún se estaba hablando de las buenas virtudes de Pablo, levantó sus espejuelos para clavar en mi semblante su rencorosa pupila. Tanto descaro me enfureció, y mi voz potente y alterada acabó con el solemne ritual del camposanto:
-¡Qué coño tú me estás mirando, húngara de mierda!
Avancé hacia ella, y entre gritos e insultos obscenos, comenzamos a golpearnos y a tirarnos de los cabellos. Al principio, los presentes se quedaron mudos de asombro, pero luego corrieron a separarnos para impedir que ambas rodáramos hasta el fondo del hueco.
Esa misma noche, y a pesar de las pastillas con que me obligaba a conciliar el sueño, desperté sobresaltada por unos gritos de sobra conocidos, que rompían la quietud de la madrugada. Provenían como es natural de la casa de la húngara. Intrigada me asomé a la ventana, y gracias al foco de la esquina, pude ver claramente que la chapa del auto parqueado frente a su puerta no me era ajena. El militar, el mismo que la ayudó a recuperar las cenizas, le servía ahora como instrumento para afinar su garganta.
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