Capítulo 30: “Honor a los Caídos”.
Nota de Autora:
Hola gente, ¿cómo estáis todos vosotros? Yo bien, gracias… quizá un poco nerviosa. Nos quedan dos capítulos –contando este-, el epílogo y será la hora de decir adiós. Anoche me quejaba de que me habéis valorado mal los últimos capítulos. Ahora, gracias a Yvette27, una usuaria de la página, he descubierto que ese punto no tiene relevancia… le agradezco a ella, si está leyendo esto, por hacerme notarlo.
Pues, la frase que da título a este capítulo sé que la deben de haber dicho muchos reyes, reinas, hombres, mujeres, soldados, filibusteros y demás en períodos de guerra o enfrentamientos. No está patentada. No tendría que dar créditos. Pero me es imposible no rendirle tributo a la escena en que la oí por primera vez y me paralizó por completo. Me refiero a la escena de los festejos en el Sagrario, luego de la batalla de Helm’s Deep, en la película El Retorno del Rey –no recuerdo si sale en el libro-. Están en la ceremonia y, para concluir, el rey Théoden la dice con fin de brindar por los hombres que dieron su vida en Cuernavilla. Para mí fue muy impactante cuando la oí –aparte que la escena estaba muy bien hecha-. Mis respetos al actor que interpretó a Théoden –condenada memoria la mía que no recuerdo el nombre-, los guionistas y el director del film.
Pues, ahora que he hecho mis descargos, os digo que el tema del capítulo es Last Man Standing de la banda de power metal Hammerfall, la cual proviene de mi deseada Alemania. Que lo disfrutéis.
La campana de la catedral del pequeño asentamiento británico de Saint Jago –en nuestros días Spanishtown, querido lector- sonó nueve veces, anunciando que eran las nueve de la mañana en punto, no habían segundos de más ni segundos de menos.
Era un día nublado, de eso nadie podía tener duda. Las personas que tanto pululaban en las activas calles de Jamaica podían ver cómo la niebla costera y el inusual frío no se iban pese a que la hora seguía avanzando ya muy lejos de la madrugada.
En el fuerte de la ciudad, una construcción únicamente en aquellos tiempos reciente, hecha a base de piedras elegantemente instaladas y entrelazadas, de lustroso tono grisáceo, los soldados montaban la guardia encaramados en altas torres, vestidos con sus elegantes trajes rojos. En el patio principal la gente, tanto como de alcurnias como del bajo pueblo se preparaban para lo que sería el evento sensacional de la jornada y probablemente que daría de hablar por bastante tiempo. Los hombres del rey caminaban de una atalaya a otra sin temer a nada: uno de los temores de los jamaicanos ya había sido barrido de los mares, lo cual era un logro.
Avanzando un poco más a través de la explanada de cemento que era el patio principal, la vista chocaba contra un muro de adobe y cubierto por cuantiosos barrotes, era un lugar de difícil acceso. Pero era aún más difícil salir que entrar… era la prisión de Saint Jago, custodiada celosamente por los guardias.
Adentro de dicha construcción se distribuían en un piso y un subterráneo las celdas de los reos, de raídas paredes de adobe a medio carcomer por la humedad y los embistes del clima y el tiempo. Se podía entrever entre ladrillo y ladrillo pastos secos que habían brotado de la nada. El piso era de tierra y a una de las orillas de acumulaba un montón de paja que hacía las veces de cama y retrete para los prisioneros. Adelante estaban los barrotes infranqueables y cada tanto había un carcelero atento a cada movimiento de los pobres diablos que habían caído ahí. Eran ligeramente más afortunados aquellos que contaban con una celda en el primer piso, pues tenían un pequeño ventanuco que les permitía mirar hacia el patio y nada más.
Nuestro protagonista se bajó del montón de paja. Ya no quería seguir mirando. ¿Cuántas veces en su vida se había burlado feralmente de la muerte? ¿Cuántas veces había dicho que no le importaba? Ya ni siquiera era capaz de recordarlo. No podía seguir mirando. Allá afuera la gente se reunía, poco a poco iban llegando al son de aquellas infernales campanadas. No se detenían… ya eran nueve… ya era la hora. ¿Cómo había llegado? Se sentó en el suelo. Aquella noche no había dormido. ¿De qué servía dormir si venía el descanso eterno a por él? El cielo brumoso parecía desearle lo peor. ¿Tanto había pecado? Pronto lo sabría.
Sintió las pisadas de unas lustrosas y pesadas botas de cuero y suela. Escuchó el tintineo de unas llaves. No quería ver. Cerró los ojos, los apretó con fuerza. Aspiró aire. Ese sería el último suspiro de toda una vida.
-¡Arriba!-le bramó el carcelero con aire burlón. El hombre apenas si abrió los ojos y se los clavó hasta lo más profundo-. Te ha llegado la hora, Rackham.
Jack Rackham abrió los ojos cuanto pudo y respingó ligeramente. Siempre había especulado con ese momento, pero nunca había creído que llegaría de forma tan simplona.
-Quiero ver a alguien-dijo antes de que el carcelero introdujese la llave en la cerradura.
-Pides demasiados favores-bufó el militar.
-¡Venga! ¡No te cuesta nada! Quiero ver a Anne… por favor, ¿podría ver a Anne? ¿Despedirme de ella?-preguntó.
El carcelero esbozó una sonrisita cínica y se largó a reír a carcajadas. Jugueteó con las llaves y deshizo sus pasos, dejando a Jack solo nuevamente.
-Que lo alargues no significará que no venga-se mofó otro prisionero.
El capitán Rackham ni siquiera se dignó a mirarlo. En lo más profundo de su corazón le deseó lo peor sin arrepentirse. Anne… ella era lo único que necesitaba para sortear esa pesadilla. Estaba seguro que en ella encontraría todo el consuelo que necesitaba para pasar el mal trago de la muerte. Se sintió pasos en el corredor y apareció el carcelero acompañado por una hermosa mujer vestida de varón, con la mirada furibunda y destilando sensualidad. Jack sintió un nudo en la garganta: sabía que pese a su actitud pétrea, ella sufriría con eso, ¡cuánto daría por ahorrarle ese sufrimiento!
-Dijo que querías verme-adujo ella con la voz insensible al ver que ninguno de los dos decía nada.
-Anne… yo… te…-¡demonios! La tenía por fin frente a sí y no sabía qué decirle-. Anne, te amo-le confesó: era la última vez que la vería, era la única oportunidad que tenía para decirlo. Ella siguió impasible, no pudo evitar sentir un dejo de desilusión ante esa actitud-. Anne, me gustaría poder estar por siempre contigo…que esto no estuviese pasando-declaró.
La mujer le escrutó de arriba abajo, tomándose su tiempo antes de responder.
-Jack, cuánto lo siento. Pero si hubieses peleado como un hombre no tendrías que morir colgado como un perro-le espetó dando la media vuelta sin siquiera esperar al militar.
Los minutos que siguieron fueron lo suficientemente infernales para el pobre Jack como para desear fervientemente la muerte. Las burlas de los otros prisioneros se sucedían una tras la otra sin darle sosiego. Apareció el carcelero de nueva cuenta y le dirigió una mirada irónica, la cual el antiguo capitán enfrentó con dureza y dignidad.
Salieron al patio. El capitán no pudo evitar sentir un estremecimiento al ver tanta gente de todas las clases sociales reunidas deseando y esperando su muerte. A un costado del patíbulo le esperaba el fraile, quien le dio el último rito.
El verdugo lo subió a trompicones hasta el patíbulo. Sus pies desnudos palparon la falsa seguridad de la trampilla. La cuerda colgaba frente a él, lista para actuar.
-John “Calicó Jack” Rackham-comenzó el juez que lo había condenado a muerte desde un pódium. La gente hizo mediano silencio y por unos instantes pareció que dejó de arrojarle hortalizas y piedras-. Se le acusa de…
Jack sencillamente se perdió el discurso. No estaba de humor para oír esas cosas. “Liselot”. No pudo evitar pensar en ella. ¿Y si la Holandesa Errante estuviese allí? No tenía idea de qué había pasado con ella. Se suponía que el Evertsen les protegería de esos ataques, sin embargo no habían aparecido por ninguna parte y les habían dejado a la deriva. ¿Y si ella les hubiese traicionado? ¡No! ¡No podía pensar eso! Ella aparecería, sí, iba a aparecer y liberarlos a él y a su tripulación. Paseó la mirada con gesto irónico, sabedor de una verdad inexistente, sobre la multitud, buscándola. No la encontró. ¡Ella aparecería! En cualquier minuto iba a aparecer, debía tener paciencia.
Sintió sobre sí todas las miradas de la concurrencia. Sus oídos se aclararon. El juez ya no hablaba. ¡Dios! ¡Iban a ahorcarlo! Tenía que hacer tiempo para que Liselot pudiese llegar. Sí… tenía que hacerlo. El verdugo se adelantó a colocarle la cuerda en el cuello, pero antes de que pudiese siquiera rozarla, Jack miró con ira a la gente.
-¡Maldito sea aquel que encuentre mis tesoros!-bramó a todo pulmón, con toda la rabia contenida-. ¡Porque no hay barco que encima pueda cargarlos todos!-concluyó.
La gente se miró entre sí indignada ante semejante insubordinación.
-¡Ahórquenlo!-exclamaron a coro.
Y el verdugo, como si hubiese estado esperando esa orden, tomó la cuerda, la colocó entorno al cuello de Jack. Fueron segundos de muerte. ¿Por qué tardas, Liselot? Se preguntó el pirata. El militar accionó la palanca y el Calicó sintió cómo sus pies pisaban el vacío. Fue cosa de instantes. Cayó. Pero su caída la frenó la maldita soga, cerrándose contra su cuello.
Sintió cómo le faltaba el aire. Liselot, ven. Boqueó intentando respirar y no pudo. ¿Dónde estás? Sintió cómo se le tapaban los oídos, por unos instantes no escuchó las cosas que le decían aquellos que ni siquiera lo habían conocido. Ven, por favor ven. La vista se le nubló, ya no podía ver las cosas que le arrojaban ni el ademán cruel de aquellas personas. Liselot, ¿me has traicionado? La cabeza comenzó a zumbarle, amenazando con explotar en cualquier minuto. Abrió los ojos intentando mirar. Paseó la vista por entre la gente y no la vio. Un dolor profundo, semejante a mil cuchillos congelados y envenenados impactando contra su pecho lo acometió. No podía ser. Sintió cómo iba a perder el sentido. Me ha traicionado. Y, a medida que cerraba los ojos y perdía la consciencia, sintió un dolor lacerante en su cuello.
El sonido fue espantoso. Algo quebrándose y luego la cabeza del capitán Jack Rackham colgando inerte hacia abajo. La gente vitoreó de anticipado. El verdugo se aproximó al pirata.
-¡Está muerto!-exclamó.
La gente exclamó de felicidad, vitoreando y abrazándose. Gritaron el nombre del encargado de la jurisdicción.
Anne Bonny por primera vez en muchísimo tiempo agachó la cabeza y sintió cómo los ojos se le volvían agua. Sujetada firmemente por dos carceleros con quienes les había dejado el militar que había llevado a su capitán a la horca, no quiso seguir mirando: el dolor era demasiado firme, demasiado constante, demasiado cruel y lacerante como para seguir sintiéndolo. La ira creció rápida y voraz en su joven corazón y ahí, frente al cadáver de Jack, juró que se vengaría.
Dos días después el HMNLS Evertsen fondeó cerca de la ciudad de Port Royal. Sin embargo la capitana Liselot Van der Decken no necesitó ver mucho: en uno de los tantos islotes que antecedían el puerto yacía colgado, dentro de una jaula, su amigo inseparable e incondicional, Jack Rackham. Preguntó con un nudo en la garganta qué había sucedido y se enteró de que en Saint Jago él y su tripulación habían sido ahorcados, ninguno había salvado la vida.
Cerca de un mes después estaban Liselot y Lodewijk en el puerto de New Providence. La muchacha aún no conseguía deshacerse de la tristeza que la acometía: se sentía culpable, no lo podía evitar. La vida de Jack había estado en sus manos y lo había traicionado… y no sólo a él, sino a toda su tripulación. Vieron venir una flota de cerca diez naves, todas con la bandera británica flameando en el nido del cuervo, y con el distintivo correspondiente a las colonias de Norteamérica.
-¡Vaya! ¡Hombrecillos del rey!-exclamó Lowie con mohín burlesco. Y no fue el único que lo hizo: en una isla reconocidamente pirata había que ser un mercante muy iluso para irse a meter.
Los mercantes descargaron lo que traían y, cuando terminaron de declarar en el puerto, se fueron hasta los interiores de la ciudad. El capitán quedó solo en el muelle. Comenzó a caminar distraídamente hacia Liselot y Lodewijk, quienes no le tomaron mayormente en cuenta.
Liselot respingó de pronto al sentir el frío contacto de una hoja de metal en su cuello.
-Tú y yo tenemos mucho de qué hablar-dijo una voz.
De inmediato escuchó cómo se destrababa un arma: era Lowie saliendo en su defensa.
-Tranquilo, que también nos conocemos-repitió la voz.
Liselot alzó la cabeza, cuidando cada movimiento de su cuello.
-¡Adam!-preguntó reconociendo en el acto a Anne en su disfraz masculino.
Y, ante las últimas luces del ocaso de aquel día que nunca en la eternidad Liselot habría de olvidar, una sonrisa curvó en un rasgo mordaz aquellos labios que no perdonaban, haciendo que el fuego del temor se apoderase de los corazones de sus interlocutores, aquella sonrisa vaticinaba el final del camino.
-Las buenas historias merecen contarse en las tabernas y con un buen tarro de ron-dijo Adam sin dejar de lucir aquella sonrisa sardónica que era capaz de helar la sangre.
A Liselot le pareció retroceder en el tiempo y oír a Jack, su querido Jack, decir aquellas mismas palabras, pero con una ironía de lejos más agradable. Sintió una mirada potente al lado suyo: eran los ojos de Lodewijk que le indicaban que no fuese, que no cayera en la trampa. Tragó saliva e inspiró, sabiendo que muy pronto todo habría terminado.
-Vamos-dijo con apenas un hilo de voz… le parecía recordar la humana sensación del miedo y no sabía hasta qué punto le gustaba recordar que ante todo era una mujer, una muy joven e inexperta.
-Así me gusta-dijo Adam ensanchando aún más aquella horrible mueca y poniéndose a la cabeza del grupo.
Lodewijk se forzó a caminar, a seguirla… se preguntó por qué Liselot había hecho semejante estupidez, pero ella no volteó jamás… en el fondo su corazón ya le hablaba de que aquella era la despedida y esa sonrisa sardónica era demasiado más de lo que sus ojos podían aguantar, pero el reproche en la mirada de quien era su mejor amigo y confidente superaba lo que su corazón pudiese soportar.
Entraron en la taberna, una vez más de tantas otras. El mismo aire místico de siempre, ahora vacío y cruel. Adam se sentó y colocó los pies arriba de la mesa, invitando a los otros a imitarle. Liselot y Lodewijk se sentaron tímidamente al tiempo que llegaban sendas jarras de ron. Ya no había salvación. Un gesto de la mano de quien fuera la pareja de su principal protector indicó a Liselot que era el momento de hablar y ay de ella si se guardaba algo.
Recordó aquel día hace meses atrás en que avistó una flota naval, recordó cómo le avisó a Jack lo que veía y cómo fue tras aquellos barcos de inmediato a cumplir su pacto con el Calicó sin saber que, en medio de dar cumplimiento a su misión, jamás volvería a verle. Recordó la férrea batalla que dio por alejarles de la costa y, especialmente, del navío de Rackham y sus labios se movieron frenéticos al son de los fonemas en la remembranza del hundimiento de las mentadas naves como decisión final.
Recordó el hielo que recorrió su espina dorsal en aquel momento y cómo, sin tardanza, puso proa a Jamaica…. Y recordó sus amargas lágrimas al ver el cuerpo de su amigo colgando sin vida en una jaula: la libertad de la vida se había ido volando. Recordó su desesperación al preguntar qué había sucedido y recordaba en el frenesí de su respiración que la tripulación por completo había desaparecido de la faz de la Tierra… ¿Qué hacía Adam ahí? No podía saberlo…
-¿Qué hago aquí?-preguntó Adam levantando las cejas por debajo del sombrero que disimulaba su rostro a la luz de las velas-. Vengarme-respondió ante el temor de Liselot-. Soy un instrumento de la venganza-completó, sólo causando más temblores en la espina dorsal de quien fuera su compañera de viaje. Sonrió sardónicamente…. Aunque apestara a sarcasmo no quería causar más daño a aquella muchacha, su deuda estaba saldada-. ¡No tiembles!-ordenó casi con rabia para luego añadir con suavidad-: No es de ti de quien quiero vengarme.
-¿De quién?-preguntó Liselot.
-¿A quién venían escoltando los tipos de la Armada?-preguntó Anne con tono burlesco, intentando razonar con Liselot.
-El Olonés-dijo Liselot lo más rápido y marcado que pudo, sintiendo cómo sus entrañas sangraban al pronunciar aquel pútrido nombre que había acabado por destruir su vida.
-¿Y bajo las órdenes de quién iba?-preguntó Anne de nueva cuenta.
Liselot cerró los ojos con fuerza e inhaló aire… sentía que no podía seguir con eso. Lodewijk se limitó a sentir cómo sus entrañas se contraían y cómo su mandíbula se apretaba al grado de no saber cuándo comenzaría a quebrarse.
-Sheefnek-dijo Liselot con ira visceral.
Anne se deleitó una vez más ante el dolor, ante la sensación de su interlocutora de que muy pronto su alma acabaría por envenenarse.
-Aye… Sheefnek-repitió Adam.
Lodewijk no lo pudo tolerar. Detestaba ver cómo su amiga sufría, pero detestaba aún más ver cómo aquella mujer que, ahora sabía a las claras necesitaba su ayuda, se deleitaba desgarrándole el alma en mil pedazos y, en el fondo, le dolía abrir una vez más su herida interna, ¿es que acaso nunca acabaría por librarse de aquel hombre, de su sombra? ¿Nunca?
-Nos has dicho por qué estás aquí, pero no cómo llegaste hasta aquí-soltó de repente el muchacho.
-Oh, esa es una larga historia de contar…-dijo Anne.
-Y merece ser contada en una taberna-afirmó Lodewijk interrumpiéndole de cuajo. Ahora él llevaba la batuta del asunto y se sentía decidido a matar… si aquella era la noche en que se jugaba su destino, vería todas las cartas del mazo antes de tomar la opción.
Y Anne no tuvo más remedio que decidirse a hablar de una vez por todas. No había transcurrido más de una semana desde la muerte de Jack y ella estaba abatida, completamente. La venganza era la única fuerza en este mundo que la motivaba a vivir, toda su vida había sabido que algún día sería así y siempre había pensado que el momento había venido hace mucho… pero nunca se sabe lo que es el verdadero huracán hasta que se está dentro de él y no se puede salir. Sentía deseos de maldecir a Jack por haber transado su vida a cambio de la suya, ¿no hubiese sido más fácil morir y ya? A esas alturas no hubiese sabido nada, pero tenía que llegar Jack con su instinto heroico, renegar de un juicio justo a cambio de salvarle la vida. Y para más remate el pedazo de imbécil de ella y Mary habían dicho que estaban embarazadas y con eso se habían asegurado nueve meses de garantía para despedirse de este mundo. A veces se preguntaba por qué había dicho semejante estupidez y no había caminado al cadalso con dignidad.
En la celda de al lado podía escuchar a Mary desgañitarse de dolor y a ratos delirar con esas fiebres que se había pescado… al parecer había sido medianamente cierto lo que había dicho al juez.
Las puertas se abrieron. Pasó el carcelero. Abrió las rejas de su celda. Por una vez en la vida ese hombre no musitó ni medio comentario lascivo hacia ella. La mujer se adelantó decidida y sacando fuerzas desde la más profunda ira contenida que sólo la venganza alimenta impulsó el brazo para abofetearle. Pero una mano firme se agarró hace su muñeca al grado de amenazar con romperla.
-No harás esto más difícil de lo que ya es-dijo una voz de hombre mayor, desgastada por los años y la decepción.
Volteó y sólo pudo ver a su padre: aquel hombre a quien tanto daño había hecho y por el cual no sentía ni un asomo de remordimiento. Si hubiese sido una mujer ligeramente más débil se hubiese desmayado ahí mismo, pero no lo era. Se limitó a seguirlo dócilmente a la salida, su libertad esperaba.
Los días que siguieron fueron negros y aciagos. Primero el regreso a casa a través del mar, su bienamado mar que ahora odiaba con el alma. Luego volver a instalarse en aquella finca que había jurado nunca pisar otra vez. Después el rumor sobre su posible embarazo, que caldeó aún más los ánimos, pero que una buena curandera del pueblo supo desmentir a rajatabla. Y finalmente, lo peor que ya se veía venir: hace dos semanas su padre la había comprometido con un hombre acaudalado, con fin de olvidar todas las fechorías que ella había cometido en su corta vida. Y no había sido difícil encontrar un fino caballero interesado, portador de un buen apellido y una buena fortuna a su haber, después de todo, Anne era una mujer joven de hermosa e indómita sensualidad y acreedora de una de las mejores herencias de la zona.
Sucedió entonces que su padre, consciente del temperamento de su hija decidió dejar su herencia inmediatamente al nombre de su prometido: en cualquier minuto Anne lo asesinaría por haberla puesto en semejante situación. Lo que él no sabía era que ella, bajo el nombre de Adam, estaba trabajando en la notaría del pueblo. Como sus reuniones con el prometido de la muchacha solían ser precisamente a escondidas de esta, no le extrañaba ni preocupaba en lo absoluto la ausencia por su parte. Sólo se preocupaba de dejar un par de esclavos para que la vigilaran durante sus salidas, pero ellos no solían reportarle nada.
Y claro, ¿qué iban a reportarle si ella, primero los había seducido y ahora les pagaba el dinero contante y sonante que recibía gracias a su disfraz masculino?
Y ahora, sin tener siquiera idea, tenía al escribano acompañado por un muchacho un tanto agrio de carácter llamado Adam Roosvelt, quien era su ayudante y apuntaba, sin dejar de dedicarle infundadas y crueles miradas, el contrato que dejaba al prometido de su hija como su heredero universal.
Dos días después su flamante mansión era un total desbarajuste. Pero había amanecido enfermo y no podía hacer nada por evitarlo, algo parecido a una especie de veneno le afectaba, sin embargo la curandera ya había dicho que el efecto duraría poco tiempo. Cuando rumiaba su desgracia en la cama pensando que poco tiempo ya era demasiado en una situación así, apareció su mozo de cámara, pálido como un muerto y palideció más al verle.
-Con el permiso del señor-dijo-, se comenta en los pasillos que ha muerto.
-¿Cómo es posible eso?-.
-La curandera lo ha dicho. La señorita viste ya el luto y su prometido ha dado efecto a la herencia-dijo el criado.
-¡¿Qué?!-exclamó el pobre hombre-. Llama a mi hija de inmediato.
No pasaron muchos minutos hasta que apareció Anne en el dintel, vestida efectivamente de negro. Su rostro no denotaba ninguna emoción.
-Así que estás vivo-se limitó a decir.
-¡Claro que lo estoy!-exclamó su padre indignado-. Y el canalla de tu prometido…
-…A dado efecto a la herencia-completó ella clavándole sus fríos ojos de hielo.
-Está desvalijando la casa, ¡nuestra casa!-se quejó él aireado-. Y no sólo eso: me ha dado por muerto. ¿Sabes lo que significa? ¡Socialmente soy un inválido!
Anne estaba ad portas de dar una de sus agrias y sardónicas respuestas cuando volvió a aparecer el mozo de su padre en la alcoba.
-¡Mi señor!-exclamó-. Y con el permiso de la dama… ¡No hay nada que disuada a vuestro heredero de su accionar! Le he dicho de todas maneras que usted está vivo, pero hace caso omiso-dijo desesperado.
-¡¿Heredero?!-exclamó ella.
-Anne, no es momento para una de tus escenas de celos-le cortó su padre.
-¡Has puesto nuestra familia en manos de un oportunista!-exclamó antes de salir corriendo y tomar en volandas un cuchillo de mesa.
No corrió mucho hasta que en el hall vio a quien sería muy pronto su marido.
-Anne, mi querida Anne-dijo él intentando tranquilizarla-. Que me mates no solucionará lo de tu pobre padre-dijo con franca lástima-. Mi pésame.
Sin embargo, eso no logró disuadir a la mujer, quien hizo un intento de clavarle el cuchillo en la yugular, pero sin éxito.
-Tranquila-dijo él, ahora con más firmeza. Como ella siguiera peleándole, le dio un empujón que la aventó lejos.
No bien se hubo puesto de pie, ella echó a correr a las caballerizas y montó en dirección al pueblo, camino en que se perdió de vista de todos aquellos que intentaban aún seguirla con la mirada. Al anochecer regresó de nueva cuenta a su casa, la cual encontró completamente vacía.
-Anne, ¡ya vuelves!-exclamó su prometido con franca preocupación.
Por toda respuesta, ella le apuntó con su viejo revólver.
-Anne, matarme no te servirá de nada: sólo serás mi heredera cuando te cases conmigo-intentó persuadirla.
Por toda respuesta ella desapareció como una sombra, como una tétrica sombra.
Al día siguiente ella estaba en los astilleros de quien fuera una vez su padre, vigilando el cargamento de los productos de la plantación.
-¡Anne! ¡Exijo una explicación!-demandó él.
-Tú no eres nadie para exigirme nada-replicó ella.
-¡Soy el hombre a quien le usurpaste su herencia!-exclamó él.
-¿Quién dijo que lo he hecho?-lo negó ella ufanamente.
-¡Mi herencia no está en el banco! ¡Y tus esclavos se están llevando las cosas de mi casa!-le espetó él.
-Oh, efectivamente-dijo ella contoneándose sensualmente.
-¡Aún no estamos casados! Mi herencia sería tuya a partir de ese momento-reclamó él.
-¿Y quién dijo que no lo estamos, primor?-dijo ella sacando de entre su corsé un papel que no era nada más ni nada menos que su acta de matrimonio.
-¡Usurpadora!-exclamó él quitándole el papel y rompiéndolo en dos.
-¡Vaya! ¡Favor que me haces!-dijo ella.
-Esto ni siquiera está en la escribanía-protestó él.
-Y doy gracias por ello-ironizó ella.
-Y aun así tendría que estar muerto para que tuviera efecto-volvió a reclamar él.
-Entonces hagámoslo legal-contestó Anne y lo único que se escuchó en el muelle fue un disparo y luego los sonidos de una flota de barcos, una grande, al zarpar.
Lo que sucedió después es sencillo de describir: Anne empleó su herencia mal habida en pagar a los marineros mercantes que antes trabajaban para su padre y los oficiales que los custodiaban para que desempeñasen esa labor para ella durante todo el tiempo a seguir. Así habían llegado a New Providence a vender su botín y dejar contenta a la tripulación.
-¿Y qué necesitan del Evertsen?-preguntó Lodewijk alzando las cejas.
-No necesito nada, más bien ustedes necesitan saldar su deuda para conmigo-dijo ella a la defensiva.
Lodewijk sonrió sardónicamente, sabía que Anne no lo quería admitir, pero necesitaba del Evertsen para proteger a su flota, después de todo los había convertido en piratas… y entre piratas lo más temido es la traición… y por desgracia, también lo más abundante.
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