Miraba por la ventanilla del tren. El humilde padre había dejado su pequeña casa campesina para ir a visitar a su hijo en la Universidad de la ciudad. El era el primero de toda la familia en sacar una carrera profesional. Ahora estaba sacando su segundo año. No había sido nada fácil para ellos ponerlo ahí. Deudas con el banco, horas de desvelo entero para la mamá haciendo bisutería para venderla al día siguiente. Largas jornadas de trabajo para el padre en el campo cortando algodón, caña, maíz, frijol y café. Largas caminadas diarias para vender su mercancía en la ciudad. Semanas enteras fuera de casa trabajando por un mísero sueldo. Llanto, ruegos y súplicas al alcalde para que los ayudara aunque sea con un poco de dinero. No comían días enteros para ahorrar y tener a su hijo en la Universidad. Y por fin, luego de mucho tiempo, lograron reunir el dinero suficiente para ponerlo a estudiar. Tanto sacrificio, tanto llanto, tanto desvelo, tanta humillación… habían rendido sus frutos.
Después de tres horas llegó a la estación. Con el escaso dinero que le quedaba le pidió a un taxista llevarlo a la Universidad donde estaba su hijo.
Al llegar lo invadió una enorme emoción: Después de tanto tiempo por fin volvería a ver a su hijo. Ingresó al recinto y empezó su búsqueda. Miraba rostro tras rostro, pero ninguno era el de su hijo. Se empezó a angustiar. ¿Se habrá equivocado de Universidad? El tiempo corría, miles de estudiantes pasaban por la plaza central. Cuando casi le iba a dar un infarto divisó a un pequeño grupo de cuatro personas. Uno de esos rostros le pareció familiar. Entrecerró los ojos para ver mejor. Sonrió. Ahí, entre esos cuatro estudiantes, estaba su hijo. Corrió hacia el con los brazos abiertos. Quería abrazar a su amado y querido hijo. El chico vio al hombre que venía hacia el. Cuando estaba a punto de tocarlo el muchacho retrocedió unos pasos. Miró fríamente al humilde anciano moreno, de espeso bigote. Al anciano que llevaba un sombrero de palma, una camisa sucia y un pantalón roto. Al anciano que llevaba un machete y sandalias de hule. ¡A su padre! Un pequeño destello de desprecio brilló en sus ojos. El padre no comprendía lo que pasaba.
-Lo lamento señor –dijo el muchacho-, yo no soy su hijo.
-Pe-pero hijo…
Sonó el timbre. Era tiempo de volver a clases.
-Lo lamento señor, pero se ha equivocado.
El chico se alejó caminando con sus amigos. Murmuraban cosas que el padre no logró entender. Aun no salía de su asombro. Las lágrimas empezaron a salirle. Sintió un dolor en su corazón. Era el dolor de un corazón roto. Salió llorando del lugar.
Cuando regresó a su humilde vivienda, su esposa salió a recibirle, alegre de que hubiera regresado.
-¿Cómo te fue? ¿Lo encontraste? ¿Qué te dijo? ¿Está bien? ¿Se alegró de verte?
El solo la miró. No dijo nada y se dirigió a su cama. Ahí pasó acostado todo el día. Una enorme depresión invadió su ser. No comió ni bebió desde ese día en adelante. Se rehusaba a hacerlo. Ya no tenía razón para seguir viviendo. Una semana después hallaron su cuerpo muerto, frío y rígido como una roca. Los médicos dijeron que murió por no haber comido ni bebido nada, pero esa no fue la verdadera razón.
La verdadera causa de su muerte fue la depresión. La tristeza causada por el hecho de que su hijo, a quien tanto amaba, quería y apreciaba, la persona por la que se había sacrificado tanto… lo había olvidado.
FIN |