I
El Tratado de los Qrikor
En el tomo I de las obras de Tomás el Adverso, el monje renegado del Medioevo, se alude a ristras de monstruos y criaturas del subsuelo. Quizá el más intrigante sea Qrikor, el ser que se alimenta de las uñas recién cortadas.
Qrikor es del tamaño y complexión de un saltamontes. Incluso es verde como el bicho aquel que se la pasa asido de la hierba que devora sin ambages. Hasta se podría decir que Qrikor es una derivación espectral de los ortópteros, de no ser por los ojos gelatinosos, reticulados y brillantes como gotitas de jalea de sol; o por la complejidad del minúsculo cerebro donde tienen lugar los procesos neuronales justos para resolver “los más crudos postulados algebraicos de los bárbaros”.
Según aclara Tomás el Adverso, Qrikor acude al mundo de los hombres cuando escucha el roce definitivo del acero con la uña, que en versión contemporánea sería el clic metálico del cortaúñas, tan seductor para Qrikor como la flauta de Hamelin para las ratas.
No obstante, Tomás deja bien claro que Qrikor no se atasca a la primera de las uñas recién sesgadas de los dedos alargados o concisos, a pesar de que el olor de las uñas con todo y bichos le resulta tan seductor como el aroma de un queso Gruyette para un “cocinero de vuestra majestad”.
Más bien el monstruo come-uñas aguarda a que se incorporen y se alejen los humanos, que aparecen ante él cual enormes animales enconchados como moluscos, de respiraciones que hacen en Qrikor el mismo efecto que los resoplidos de los leones para “el profeta Daniel”.
Así las cosas, una vez que tanto moros como cristianos yerguen sus cuerpos y se retiran de los reductos donde han atendido “la indignidad de sus manos”, Qrikor sale de su escondrijo hiperdimensional y sin mayores ceremonias comienza en embutirse una tras otra las minúsculas “lunas menguantes” de queratina.
Siempre según Tomás, se dice que “hay tantos monstruos Qrikor como nefastas langostas ante los ojos de Moisés; suficientes para sorber las aguas innominadas de los confines del mundo, o para forjar mil noches artrópodas sobre el cielo que ya no resguardan los ángeles del Señor”.
Se concluye el tratado sobre los entes come uñas con la aclaración de que sus “inmundas defecaciones en los reinos paralelos” son absorbidas por los hocicos ventosos de los Ogotorongos, los seres grandes como dragones de cuerpos escamosos cual peces del Diluvio, cuya milenaria ocupación consiste en atestiguar con mirada glacial el flujo de los pecados.
II
El Enigma de los Ogotorongos
Según Tomás el Averso, los Ogotorongos son unas criaturas enormes y escamosas que viven en simbiosis con los Qrikor comedores de uñas, pues se alimentan de sus excreciones absorbiéndolas con sus enormes probóscides como trompas truncas de elefante, que en el peor de los casos recuerdan a las sanguijuelas que desde tiempos remotos eran utilizadas para sorber sin rubor la sangre de los enfermos.
Lo que ni el monje estigmatizado por la iglesia pudo aclarar fue en qué consistía el trabajo cabal de los Ogotorongos, que según se asienta en el Tomo I de las obras de Tomás, “perciben como ángeles insomnes las fluctuaciones de los pecados”.
Lo que muchos exegetas darían como explicación de tal labor contemplativa de los Ogotorongos, sería “la necesidad ontológica del atestiguamiento”, para que a la hora del Juicio Final ningún pecador se llamara a engaño al pesar los actos de su vida en la Balanza Final del Último Ángel.
Con todo, no han sido pocos los necios que en las postrimerías del ingrato siglo XX dieron comienzo a las indagaciones que condujeron a la aseveración aventurada de que los Ogotorongos fueron meras criaturas caprichosas de Tomás el Adverso, y que se inspiró para proponerlas en su obra gracias a una aventura de su juventud.
Ocurrió que siendo muchacho, Tomás el Adverso aún no sentía el llamado de la fe y se la había pasado probando uno tras otro los frutos prohibidos de la vida. De hecho, a causa del conflicto con la amante de un alto dignatario eclesiástico, Tomás fue encarcelado y más tarde conducido a un barco de saqueadores, cuya misión era arrojar al mar el cuerpo pervertido del joven estilizado como recién extraído de una ánfora corintia.
El asunto fue que el destino de Tomás no era terminar segmentado en las panzas abisales de los peces, y lo más que llegó a sufrir aparte del ahogamiento inicial, fue el pasmo sagrado al contemplar a ciertas criaturas submarinas que se la pasaban succionando el lecho marino como viles aspiradoras.
De cómo se salvó de la muerte el futuro crítico acérrimo de las bulas papales, ese sí es un enigma digno de figurar en los Misterios Pitagóricos. Según relataría Tomás en su vejez, cuando su carne ya adquiría el color morado de los camotes, y sin poder desprenderse de los grilletes que lo mantenían anclado en el fondo, apareció ante él una ballena piadosa que lo introdujo en su hocicote y de paso cercenó sus cadenas con sus dientes “filosos como mil puñales justicieros”.
No obstante, el hecho de que el monje atribuyera una dentadura de escuálido a la supuesta ballena redentora, invalida por completo su fantástica versión medieval de la aventura de Jonás, por lo que no han sido pocos los que dan como explicación de su salvamento milagroso a un acuerdo interdicto entre Tomás y el capitán del barco aquel, como asegura Abasielh Adrián.
Comoquiera que fuese, el caso fue que una vez librado de la muerte, Tomás dedicó meses a una casta vida de contemplación financiada por los bolsillos generosos de su padre, un próspero comerciante de tapetes persas. Y se dice que al llegar a los 25 años determinó dedicar el resto de sus días a dar cuenta de las “réprobas Creaturas que acechan a los humanos en este incomprensible mundo material”.
III
El Silencio de los Plaplos
En su tratado sobre “Aberraciones en la Creación” Tomás el Adverso habla de unos seres arcaicos que “lo mesmo deambulan completos que se acuestan al sol como atados de carrizos para dividirse en dos en contra de las leyes humanas y divinas, sin concurso de oficios de machos o de hembras”.
Sin saberlo, Tomás el Adverso estaba describiendo el acto reproductivo que muchos siglos después sería llamado partenogénesis, o “generación virginal”, y que resultaría absurdo aplicado al caso concreto de sus “seres arcaicos” nombrados Plaplos.
Según Tomás, tales Plaplos son unos entes del tamaño de borregos bien cebados, con unas patas desmesuradas y unas orejas y ojos minúsculos capaces de expandirse como vejigas de marrano al ser requeridas sus funciones.
Tales Plaplos en algún tiempo remoto fueron las mascotas de los duendes y elfos ahora extintos, y efectuaban tanto sus labores reproductivas como las sensoriales auxiliados de unos extraños gritos energéticos internos, enfocados en el entramado de músculos tajados por conductos como arterias donde las resonancias sonoras tenían repercusiones inauditas.
Es de entenderse que debido a esa introspección acústica, al exterior los Plaplos resultaban unos ejemplares enigmáticos y silenciosos, siempre escondidos en los bosques, o tirados en las cuevas en espera de las lluvias.
De hecho, Tomás el Adverso aclara que el trabajo de los Plaplos consistía en apaciguar los arrebatos violentos de las raíces de los árboles, tentadas a salir al aire para esclavizar a los rumiantes y los pájaros, sobre todo en los instantes en que la tierra se hallaba ablandada por las lluvias torrenciales.
Se suponía que justo en mitad de los aguaceros iracundos, los Plaplos abandonaban su molicie para marchar al interior de los bosques a efectuar una danza extraña donde en cada golpe al suelo con sus patas plantígradas enviaban impactos sonoros que mantenían a raya la imprudencia de las raíces hinchadas de savia rencorosa.
De toda la descripción física de los dichosos Plaplos, no sorprende la textura de corteza de la piel, ni las manos minúsculas de canguro o el pelo que recordaría a un castor bien nutrido, sino la insistente docilidad de los ojos como ocelos de insecto, renuentes a percibir los misterios del mundo diurno, quizá en espera del flujo de la noche, en que habrían de expandirse hasta alcanzar el tamaño decoroso de los de un sapo pelotero.
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