Este es un espacio propicio al abandono. Mira bien alrededor, todo tiene ese aire de puntualidad eterna, es decir, sin un solo soplo de vida que lo impulse. Las formas y colores que aquí habitan parecen flotar en el aire tranquilo de la muerte, y la luz dorada del atardecer es también algo como fuera del tiempo, un rocío de eternidad que lo baña todo y lo congela con su mágico influjo de fuego detenido en mitad de la caída.

Pero esa luz de ámbar no viene del sol, sino de tus ojos. Tú lo observas todo y lo sumerges en ese lapso indefinido de amor y muerte, como si el andar de tu mirada fuese el tacto acogedor de una caricia que le roba el sentido a la existencia. “He vivido ya el amor y puedo morir tranquilo”, parecen susurrar todas las cosas contenidas en esta estancia ahogada en la memoria, y su cantar de grillos crea una melodía ceremoniosamente suave que a veces también a mí me hace añorar dormir un sueño eterno.

Mas yo no soy, por cierto, parte ya de este paisaje; vengo aquí de vez en vez, sobre todo cuando quiero recordar cómo es la luz solar de tu mirada, y no eres tú tampoco quien irradia esta claridad inmóvil a través de las cortinas. Las cosas que aquí quedan fueron mías quizás en otro tiempo, y la luz que las congela es la que fue tu mirada cuando aún me pertenecían. Desconozco cuál será tu forma de ver ahora y, por mi parte, me he ido llenando de otros múltiples objetos. Pero vuelvo aquí en ocasiones a recordar el dulce olvido que nos queda, y estás cordialmente invitada tú también, para cuando gustes contemplar este cálido museo de amor y muerte que ha de durar, tal vez, más allá de nuestra efímera existencia.