La ofrenda
-¡No, ahí no! ¡Ahí no...!
Corrió apresurado el sacerdote por el pasillo que llevaba en dirección al altar y la mujer que ya doblaba las piernas para hincar las rodillas en el suelo, se irguió de inmediato con el corazón en un puño.
Llevaba un ramo de flores blancas que estaba dispuesta a ofrendar a la escultura de San Martín de Porres.
-Pero Padre...
El sacerdote, que contaba ya con una edad entrada, se detuvo frente a la feligresa y recuperó el aliento.
-Discúlpame por el susto que te he dado, hija. No quería alarmarte.
-¿Le ocurre algo, Padre?
-Tú no eres del barrio ¿verdad?
-No.
-Ya decía yo...- sopló en señal de alivio-. ¿Y dónde vives pues, hija?
-En Portugal, Padre.
-Vaya...¿Y qué te trae por aquí, si puede saberse?
-He venido a pasar unos días con mi hermana porque está un poco pachucha y tienen que operarla.
-Alabado sea Dios. ¿Cómo se llama tu hermana, hija?
-Laura Loredano, Padre, pero no creo que la conozca porque ella no es creyente y dudo mucho que haya puesto un pie en la iglesia ni tan siquiera una vez.
-No, no me suena, pero me disgusta tanto el hecho de que tu hermana se aparte de Dios así como me alegra en igual medida que tú vengas a obsequiar con un ramo de flores a nuestro querido Santo.
La mujer agachó un poco la cabeza con gesto vergonzante y miró su ramo.
-Iba a prometerle a San Martín que si mi hermana salía airosa de la operación, tendría un ramo de flores como este al menos dos veces al año- alzó la mirada y sonrió- Pero usted no me ha dejado ni arrodillarme, Padre.
-Discúlpame, hija, pero...¿qué tal si le rezas a San Martín y le pones las flores a Santa Rita? Ella, como mujer, sabrá apreciarlas mejor.
-Discúlpeme usted a mi, Padre, pero la promesa es para San Martín y yo quiero ponerle las flores a él. No me lo tome usted a mal, pero...
El sacerdote interrumpió su monólogo.
-Y yo te digo que no, hija.
-¿Pero por qué, Padre?
-Porque no y ya está.
La mujer hizo por disimular su contrariedad.
-Mire, Padre, me va usted a perdonar, pero por muy sacerdote que sea, no tiene derecho a decirme a quién le debo poner las flores y a quién no.
-Entiendo tu enfado, hija, pero si te digo que no, es que no. Rézale todo cuanto quieras y hazle la promesa, pero no te consiento que pongas el ramo a los pies de San Martín. A cualquier otro santo si, pero te vuelvo a decír que a San Martín de Porres, no.
La mujer se enojó finalmente.
- ¿Pues sabe lo que le digo, Padre? ¡ Que ahora mismo me compro una imagen de escayola de San Martín de Porres en cualquier bazar y le pongo todas las flores que quiera en mi casa! -exclamó, visiblemente enfadada-. ¡Habrase visto!
-Sea pues hija. Sea. Ve con Dios.
La mujer se giró bruscamente y echó a andar por entre la hilera de los bancos que conformaban el pasillo. Llevaba el ramo de flores apretado contra su pecho y el ceño fruncido como una cremallera.
Cuando salió de la iglesia, el sacerdote respiró con descarga y le plantó cara al Santo.
-¿Estás bien, San Martín? - se santiguó-. No me lo tomes a mal, pero ya podrías poner algo de tu parte. Entre mis feligreses ya son muchos los que me toman por loco y cualquier día alguno se va de la lengua y termino mis días encerrado en un manicomio. Y tú verás entonces, San Martín, porque si yo no estoy, a ver qué haces.
-Atchis...atchis...atchis
El sacerdote cerró el puño y se golpeó ligeramete el muslo con él.
-Que Dios me perdone, pero esa alergia tuya a las flores me tiene harto, San Martín. ¡Pero que muy harto!
|