La tarde de domingo invita a respirar profundo. El otoño se anuncia con suaves ráfagas que agitan cual hojas de árboles las memorias en mi mente, inundándome de emociones y nostalgias de otros días vividos, lejanos, mejores.
Desde un rincón, observo con detenimiento a mi hija, mi hermosa niña, mi dulce flor. Ya ronda los 19 años, ríe a gusto y secretea con sus amigas. Me gusta verla reír.
-¡Vamos al circo!- gritan eufóricas. Yo las sigo a distancia, las veo desplazarse luminosas entre la gente. La juventud es un preciado don, tanto como la vida.
Suben a la ruleta, me siento nervioso. Ella en su miedo se aferra a las manos de sus amigas; tal como antes, en su infancia, se sostuviera confiada y segura a la mía. Extraño su calor, odio esta distancia y el tiempo arrebatado. Mi niña ha crecido, ya no se interesa en globos de colores, ni en dulces de algodón. Hoy su verde mirada se esconde entre capas de oscuro maquillaje.
Entramos a una tienda que anunciaba a una adivinadora; yo nunca he creído en brujos, pero al ver a la mujer agitarse con pasión sobre su bola de cristal y decirle atropelladamente a mi hija “tu padre está aquí”, creí.
M.D
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