El esposo:
“Es la crisis de la mediana edad”, le dijo el médico de la familia, “Es natural, ahora que se fueron tus dos hijos de la casa y más que sus trabajos son en el extranjero, que sientas que algo falta en la casa. Es el síndrome del nido vacío, cuando la pareja se queda sola en una casa enorme. De ahí vienen todas tus molestias: el dolor de cabeza, las agruras. Lo que debes hacer es buscar algo que te entretenga”, terminó de decirle el facultativo.
La esposa:
Se aburría. Se aburría mortalmente, que es un modo muy vivo de aburrirse. Una mujer que se aburre es peligrosa tanto para sí misma como para quienes la rodean. A ella la rodeaba por todas partes su marido, lo cual era uno de los motivos de su aburrimiento. Ese tedio se traducía en silencio. Pasaban días sin decir más palabras que las necesarias. En un principio a él le preocupó su mutismo. ¿Qué te sucede? Nada. ¿Te duele algo? No. Pero acabó por acostumbrarse —los hombres acaban por acostumbrarse a todo—, y optó por callar él también. Cuando llegaba del trabajo se encerraba en su cuarto (tenían habitaciones separadas) y encendía el televisor. Ella, por su parte, leía.
El esposo:
“Cuánta razón tenía el doctor”, pensó con alegría, “Ahora que tengo una nueva ilusión la vida la veo llena de atractivos. Conchita me ha dado nuevos bríos”.
El hombre no quería pensar en su Dios, aún asistía los domingos (más por costumbre que por devoción) a misa acompañando a la aburrida de su esposa. Durante el oficio ya no participaba como antes, sólo abría la boca cuando los demás decían: “Señor ten piedad”. Su pensamiento estaba muy lejos, en la adorable Conchita y le venían a la mente pensamientos sacrílegos como: sí su cónyuge desapareciera. Por fortuna para él, la señora estaba como ida, fuera de su lectura pareciera que nada le interesaba, incluso asistir al café los martes en la tarde con sus amigas, como había sido su costumbre durante años, lo hacía más de compromiso que de ganas.
El marido, en sus noches de vigilia, cuando el insomnio hacía presa en él, se imaginaba las maneras de deshacerse de la señora de mediana edad que le había tocado por compañera. Reconocía que era demasiado cobarde para buscarse un sicario y encomendarle la tarea, tenía suficiente dinero pero le faltaban los contactos para hacerlo. Además odiaba el derramamiento de sangre. En la biblioteca pública leía con fruición el libro “Manual de envenenamientos”. Él estaba consciente de que el veneno era más propio para mujeres, pero sería una buena opción, el problema era conseguirlo y administrarlo sin que la señora se diera cuenta y sobre todo que pasara por muerte natural y entonces sí, a gozar de su amor prohibido.
¡Vaya problema existencial que tenía!
La esposa:
— ¡Qué estúpidos son los hombres! El tonto de mi marido creía que yo no me daba cuenta que andaba con la lagartona de Conchita —dijo la esposa.
— ¿De qué murió tu esposo? —preguntó la amiga.
—De un ataque cardiaco —contestó y por un momento se puso a pensar que el té que le dio si tuvo resultado.
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