Abrió sus ojos color esmeralda, para vislumbrar la superficie de su hogar. Levanto en alto su espada hecha de madera y empezó a corretear por todo su cuarto jugando a ser un poderoso caballero que rescata princesas.
Sus brazos se movían de lado a lado, mientras peleaba con dragones imaginarios.
Subió a su cama, salto al suelo, rodo por todo el lugar, riendo y brincando. Su pequeña melena castaña se meneaba con sus movimientos y sus diminutas manos sujetaban con fuerza el arma de madera. Un ruido lo saco de su jugueteo, era una gota de agua que se había impactado en su ventana. Su curiosidad lo llevo acercase al rosetón y rápidamente vio como millares de partículas del líquido vital caían con fiereza sobre la superficie.
Una fuerte luz atravesó el cielo materno y el pequeño de solo cuatro años se fue para atrás al escuchar el estruendo provocando por aquel fenómeno de la naturaleza; dejo caer su espada de palo y en sus ojos una nube de lágrimas amenazaban con desbordarse en cualquier momento.
Salió corriendo de su cuarto, en busca de aquella bella dama, aquella que podría protegerlo, la única capaz de aliviar su corazón. Ahí estaba ella, tan bella como siempre, con su sonrisa calidad y su mirada profunda. Su cabello largo y castaño caía suavemente sobre sus hombros y sus brazos se alzaban con hermosura a la espera de un fuerte abrazo de su pequeño, él, que no notaba en ese entonces cada detalle de aquella fina dama se abalanzo sobre su madre y oculto su rostro entre su pecho, intentando mitigar el ruido de aquella horrible tormenta.
Ella, tan bella y sabia, rodeo a su hijo con sus fuertes brazos y acaricio sus cabellos gruesos y despeinados, logrando calmar de esta forma el desespero del muchacho. Él poco a poco se fue durmiendo en medio de ese abrazo, sintiendo a su madre cerca, dejando muy lejos aquella tormenta, sintiendo como cada rayo que caía era solo un susurro y una pequeña brisa para su infantil cuerpo.
Sintiéndose enteramente a salvo.
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