LA GRINGA
Un día apareció por nuestro barrio. De tez muy blanca, cabello rubio, de entre cuarenta y cinco a cincuenta años. Mantenía una belleza y una figura que nos hacía pensar cómo habría sido en su juventud. No era sociable y, a falta de información, esto bastó para que entre los vecinos la llamaran “la gringa”. Su rostro neutro denunciaba una vida difícil y esto era motivo para que se inventaran cientos de historias al respecto.
En aquel tiempo yo vivía con mi padre viudo y dos hermanas mayores. Mis vírgenes catorce años corrían por mis venas en un coctel de hormonas. El sexo era máxima prioridad en mi comportamiento adolescente. Entonces, la gringa se convirtió en una fijación morbosa que alteró mi vida. Cada día, al salir del colegio, me acercaba hasta su casa esperando verla, lo que ocurría en contadas ocasiones. Las fantasías, al observar sus pechos, su trasero, sus piernas y su boca me afectaron a tal punto, que mi padre llegó a preguntarme si me sentía enfermo o algo así. Estaba realmente obsesionado con ella. Los sueños húmedos se repetían cada noche y mi ropa interior y sábanas me acusaban cada mañana.
En el colegio comenzó a correr un rumor: la gringa solía invitar a jóvenes a su casa. Sin testigos, por supuesto. Para mí esto fue un golpe mortal. No podía creerlo y los celos me invadían. Me enteré que, al menos, tres veces a la semana la gringa acudía en las tardes al almacén del barrio y compraba mercaderías. Decidí esperarla en esas ocasiones a la salida de éste. Me sentaba al borde de la vereda con la esperanza de lograr un acercamiento. Ni siquiera me daba una mirada al pasar por mi lado cargando algunas bolsas. Esto me amargaba y volvía a casa pensando que sólo perdía el tiempo e imaginaba a otros jóvenes que tenían la suerte de tenerla.
Pasaron los días y una tarde me habló: ¿Me ayudas? Quedé mudo. Su voz, muy suave, era el elemento que me faltaba para completar su figura. Torpemente cogí algunas bolsas y la seguí en silencio, dos pasos más atrás, con mi corazón que latía desenfrenado. Me pasé mil películas intentando adivinar lo que podría pasar. Al llegar a su casa recibió las bolsas, agradeció y me dio algunas monedas. Durante unos segundos quedé estúpidamente petrificado ante su puerta. ¿Acaso yo no le importaba en absoluto o jugaba conmigo?
Durante varios días luché contra mi voluntad y dejé de ir a aquel lugar. Intenté sacarla de mis pensamientos, me distraía jugando a la pelota con mis amigos o recuperando mis estudios olvidados. Todo fue en vano. Y volví al lugar de acecho.
¿Me ayudas? Cogí las bolsas y la seguí sin mucha convicción. Al llegar me pide que ingrese hasta el living de una casona antigua, de techos altos y grandes ventanas. Mesitas, esquineros, un piano antiguo, algunas pinturas, un sofá y sillones adornaban el lugar. Como la vez anterior quedé como una estatua parado sobre una alfombra. Ella se dirigió hasta las ventanas y cerró completamente unas gruesas cortinas. Se hizo una oscuridad total. Sentí su respiración en mi cuello cuando me tomó por atrás. Con diligencia bajó mis pantalones y me llevó hasta el sofá donde me dejó de espaldas. Yo era un muñeco en sus manos. Comenzó con un movimiento muy lento y pausado. Cada vez que el frenesí me capturaba ella tomaba mis caderas y me calmaba. Busqué su boca y me esquivó, pero dejaba que cogiera y besara sus pechos generosos y aún turgentes. Cuando ya presentía un final maravilloso la gringa emitió un gemido gutural al tiempo que mordía suavemente mi cuello. Nos quedamos un par de minutos, jadeantes, sin emitir palabras. Me vestí y salí a la calle. El sol estalló en mi cara.
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