No me malentiendas. No escribo sobre mis sueños para ocultar penosamente mi incapacidad para construir personajes, universos, situaciones. No soy de los que se refugian paternalmente en la mediocridad de escribir sobre sus experiencias oníricas. Inclusive, es prudente mencionar que esas historias las guardo para mi. Sin embargo, hace días veía un programa de Discovery, donde un hombre con gesto altivo y cabello esmeradamente moldeado decía que el 80% de los sueños se olvidan antes de despertar; y el otro 20%, después de diez minutos. ¿Es válido creer que merezco un reconocimiento por tener la cautela de guardar una libreta en mi buró de cama? He de admitir que mis ideas más potentes vieron la luz entre gargajos, sangre y arcadas madrugadoras. Mis personajes más entrañables nacieron a partir de mis sensaciones nocturnas de ahogo y sesiones de vómito horas antes del amanecer, ésas que tengo después de sentarme diario en el balcón a fumar una cajetilla antes de dormir. Mis finales más extraordinarios se los debo a esa sed infinita que importuna el sueño, que me escolta cuando me arrastro a la cocina y cada noche se sienta frente a mí y me pregunta cómo es que me va.
Ese reloj de cocina. A veces pienso que nunca me acostumbraré a su tic tac, preciso y con cierto toque femenino. Ella insistió tanto en comprarlo, en que se vería bien. No es un lujo, sino una necesidad elegante, decía una y otra vez la dueña de esa única mirada que ha podido diluir mi estoicismo. Esta noche la pieza china me recrimina que me quedan casi tres horas para dormir, media para apretar esa corbata color madera que me constriñe el cuello, y otra media para llegar al trabajo y comenzar de nuevo. En el suelo trazo círculos moviendo el pie, usando mi pulgar escuálido. Involuntarios, como siempre. Por la ventana se escuchan los sonidos nocturnos y ambiguos de una ciudad que lleva años sin dormir. Recordándola, una noche me dijo que comenzaba a irritarle el sonido disciplinado de las manecillas. Que se arrepentía el haberlo adquirido. Intuí que esperaba un comentario severo de mi parte, pero en su lugar, platicamos de todas esas cosas de las que nos arrepentimos alguna vez, en un tiempo cuando las horas no eran más que el torpe movimiento de manecillas anticuadas. Cuando ella hablaba, yo hacía círculos involuntarios en el suelo, imitando un reloj. Esa era mi manera de decirle que mi atención estaba totalmente en ella.
¡Salud!
El sueño de hoy fue distinto. Sentía que era necesario escribirlo. Tengo diez minutos.
Por alguna misteriosa razón que obedece al cúmulo ridículo de leyes oníricas, me encuentro sentado en un vagón. No me detuve a pensar porqué, pues desde los joven uso automóvil, pero bueno, quién puede entender a los sueños, excepto, por supuesto, Discovery y el hombre del cabello moldeado. Tengo en una mano un paraguas, y en la otra un boleto humedecido por el sudor de mi pulgar, el cual se me cae y se pierde por el aire de una ventana. Dentro, todo se ve esmeradamente pulcro. Intento encontrar algo imperfecto: rayones, servilletas lanzadas con disimulo, marcas de uso en las barras de protección. Todo está impecable. Dos mujeres jóvenes frente a mí, con sincronía casi delictiva, leen un libro cada una. Parece que se conocen desde hace mucho tiempo, y un halo jovial envuelve el perímetro. Siento la envidia culposa de alguien que no sabe hacia dónde va. Ellas parecen tener respuestas. Estoy a punto de levantarme cuando, como si mis ojos decidieran jugar conmigo, cambian. Las veo totalmente envejecidas, encorvadas y con el cabello totalmente gris. Sin embargo, ellas siguen leyendo, como si cada palabra fuese tan importante como para separar la mente del cuerpo envejecido. Algo me dice que su viaje va a durar mucho. Decido no importunar y, ahora con más preguntas, permanezco sentado. En ese momento, como si hubiera un retraso de varios años en el tiempo, la veo entrar a ella: cabello negro, tenis y esa mochila con estampas que ya había olvidado. Siento cómo mis huesos se desmoronan uno a uno. Como si mi corazón fuese cambiado por uno de un caballo de carreras. La necesidad de respuestas se fue, y sudé de nerviosismo. Ella entró al vagón como un gato curioso, mirando hacia arriba, con su timidez conspiradora que nunca pude asociar con nadie más. Después, como si alguien invisible le hubiera ordenado qué hacer, camina directo hacia mí y se sienta a un lado. Aparte del par de asientos de las ancianas, el vagón estaba vacío. Por la ventanilla se ve la neblina que se tiende con sutileza sobre la ciudad, que se ve tenue, como dibujada por acuarelas arquitectónicas.
Respiré profundo. El pensamiento de que ésto no duraría mucho me invadió.
– ¿Cómo estás?– aventuré.
–Bien– dice, después mira por la ventana– parece que no tarda en llover y no me quiero mojar. Llevo días enferma.
Las ancianas, esos singulares inventos de mi mente, lanzan sus miradas inquisidoras sobre nosotros. Tomo el paraguas y lo extiendo hacia ella. La que tiene los ojos más hundidos susurra algo al oído de la otra.
–Ten– digo, viendo cómo sus manos nerviosas se frotan para recibir algo de calor– yo debo bajarme pronto. Úsala tú.
Como si fuera en cámara lenta, ella muerde su labio mientras titubea. Después extiende su brazo. Me mira unos segundos. Pienso en que el color de sus ojos nunca cambió. Ese color magnífico que cada mañana tenía la dicha de ver. Sonríe. Yo la veo sonreír. Deseo que ésto sea eterno.
Algo que no sé cómo explicar me obliga a irme. Una fuerza subliminal me exige partir. Me levanto y de reojo miro al entrañable par de viejitas. Se despiden amablemente asintiendo con la cabeza. El vagón se detiene en una estación envuelta en brillo deslumbrante. Repentinamente cientos de personas entran y salen. Yo volteo atrás y la pierdo de vista. Escucho el sonido impetuoso de los truenos.
El último sorbo. ¡Salud!
El despertador me ensordece. Lo primero que vi fueron las sábanas blancas, y torcí los pies por el frío de la tela. Quizá intentando obtener algo de calor, o quizá buscando sus pies juguetones. Hay veces que despierto y entre los pedazos de sueño que aún me quedan, creo percibir el olor de su cabello. O el olor de los muros alegres, impregnados del aroma a flores que tanto le gustaban. Resoplé como un animal afligido. Esa mañana me dirigí a la cocina, y pensando en ella, desmonté el reloj. Después lo guardé en el sitio más lejano de la casa, asegurándome de no escucharlo por mucho tiempo. Después me arreglé y salí a trabajar.
Estaba a punto de irme en carro, pero vi al tren matutino atravesar las vías urbanas por entre los edificios, y me atrajo de tal manera que ese día decidí cambiar de transporte. La jornada fue agotadora, y después del trabajo quise visitarla. Al pasar bajo los grandes pilares de la entrada, pensaba en cuántas veces he atravesado ese marco, yendo a visitar a distintas personas. Estaba sentado sobre el césped el lugar donde yace. La piedra rectangular frente a mis rodillas me hizo pensar en la suerte como un duende frágil, ruín y demacrado que se burla de la estructura de vida, y de cómo ésta se empeña para probarnos que cada vez se puede estar más solo. Fumé unas horas en su compañía. Sentí que por unos momentos conversaba con ella, y entre otras cosas, le confesé que finalmente quité el reloj de la cocina. Antes del anochecer le dejé unas flores que sabía que le gustaban. Después me dirigí a la estación, caminando lento por el puro gusto de saberme tranquilo.
Conforme avanzaba la noche, el flujo del vagón comenzó a bajar. Sonidos de la maquinaria vieja y sin mantenimiento: el somnífero público por excelencia. Bajo la luz sucia de unos focos ámbar recibí un extraña somnolencia que solo puede otorgar un ansiolítico potente o el saberse libre de una carga muy pero muy pesada. Recargué mi cabeza en un cristal que indicaba haber sido transparente alguna vez. Antes de llegar a la estación donde me bajaría, escuché la llegada de unos truenos impetuosos, y justo después, el sonido de lluvia pesada golpeando sin piedad el techo del vagón. Me puse cómodo. Por la ventana entró un olor a humedad. En ese momento dos mujeres, totalmente canosas, entraron buscando el mejor lugar. |