El cura penetró al dormitorio de la señora Josefina Santa Cruz. Sobre la pared, la imagen de Cristo, una foto de ella con el obispo. En otra se le miraba con el pelo largo, pantalón deportivo y caminando entre los eucaliptos. Tenía el clavo de un probable infarto. En su lecho, el pelo caoba y trenzado. La mirada fulgía ajada y tierna. Su médico ya había iniciado tratamiento y en breve llegaría la ambulancia.
El cura Anselmo recordaba las veces que organizó a la comunidad para que la iglesia se mantuviese. La recordaba rezando en la capilla. Lo hacía a solas. Su conducta humilde, servicial. ¿Qué podría confesar, si en ella todo era cristal? Preguntó suave.
—¿En qué has ofendido al Señor?
—Males antiguos regresan y deseo estar preparada. No lo he ofendido, pero quiero llegar hacia Él, con mi mejor traje.
—Siempre has sido transparente, hija mía.
—Mi vida en la comunidad la he hecho con las ventanas abiertas, pero hay espinas que siguen.
—Te escucho.
—Trabajé en la capital, conocí a mi esposo. Formamos un hogar, procreamos dos hijos. Él por sus negocios viajaba frecuentemente. Las veces que llegaba, teníamos intimidad como un mandato, sin provocarme el deseo que alguna vez percibí en mi adolescencia. Así que cuando se ausentaba, nunca lo extrañé como mujer. Mi vida fueron mis hijos, a ellos me dediqué por completo, pero llegó el día en que crecen y el tiempo sobra. Para distraerme, iba a caminar por los bosques cercanos. En esas caminatas conocí a Mireya y después de algún tiempo, llegamos a intimar.
Mireya era sensata, pero la moderación quedaba relegada cuando discernía sobre sexo. Sin tapujos decía lo especial que la hacía sentir.
— ¡Es como estar en un cielo de colores!
— ¿Debes de amar mucho a tu marido? Le decía.
Ella contestaba que el sexo era sexo, que el amor era cosa aparte, pero si se juntaban las dos, entonces se multiplicaba.
Mis experiencias sexuales eran pobres y en el fondo me preguntaba del color y sabor de esas emociones que tan bien describía. Empecé a leer libros acerca del tema, vi algunas películas y mi cabeza empezó a llenarse de imágenes, de actos íntimos. Después, en mis noches de soledad, comencé a fantasear con varones que mi mente construía, hasta que sentí que en mi vientre nacían espirales de fuego y mis manos llegaron a mi entrepierna como alas de mariposa.
—Masturbarse no es pecado, y menos estando sola. Dijo el cura, reacomodándose en la silla.
—Lo hice varias veces. Hasta que pude conectarme con ese cielo de colores del que hablaba mi amiga. Sin embargo, mi conciencia consumía voces culpando mi debilidad. Para calmar mi corazón ayunaba y solía recluirme en la casa de Dios, hasta que llegara la paz. Mis hijos crecieron, mi esposo desapareció. No era nada raro ver a jóvenes en la sala, en el cuarto de ellos, resolviendo tareas escolares. Nunca busqué a mis demonios, ellos llegaban sin día ni horario. Un calor interno se abría desde mi interior y avasallaba. Mis rezos no bastaban. Me encerraba en mi cuarto; y en silencio, mis dedos iban por mis rincones, sin que pudiese detenerlos. Me veía percudida por besos y caricias hasta que a mis sienes llegaba el chispazo, abriendo el vientre y desbordando un placer que me hacía lagrimear y gemir. Luego el silencio, después mi dolor de ser tan débil.
El cura acercó su cara hacia la de ella, acarició su frente y apretó su mano.
—Todos tenemos demonios hija mía. Nos hicieron con la misma levadura. Nada de extraño tiene lo que cuentas. Es parte de la vida.
El cura besaba el rosario, pero su mirada veía de reojo la sencillez de la habitación, la ventana que permitía asomarse al jardín. Un estante de libros donde resaltaban dos biblias. A un lado, el baño con la puerta entreabierta donde aún fluía el vapor con aroma de hierbas. Ella apretaba la mano del cura y veía en él, al amigo, al enviado del señor para que pudiese partir con calma. Calma que en su madurez había perdido y fue razón para que ella dejara la ciudad y se allegase a San Benito, para estar en comunión con las montañas, los pinares y Dios.
—Mis demonios me rompieron. — Resonó entrecortada la voz y su eco zarandeo la luz de una veladora. El padre hizo la señal de la cruz y elevó la plegaria entre labios para después decir:
—El Señor perdona. Cuéntame, que por mis oídos, Él te comprenderá.
Un viento fresco llegaba de los álamos y perseverante despejó, poco a poco, las capas de olvido. Se vio en el portón de su residencia. Había salido calzando tenis y un pantalón deportivo. Caminaría con su amiga, que ya la esperaba en la frondosidad del bosque.
—Te ves ojerosa, le dijo Mireya. Seguramente no dormiste por sentirte sola. Ella le sonrió de manera diferente. No se comentó más. Sólo hicieron la mitad del ejercicio planeado. En el camino, recordó la sonrisa de su amiga y la chispa en sus ojos. Nunca le dijo que aquella madrugada atracaron a su vientre. Poco a poco, se acomodaron y luego en bandadas de pájaros se abrieron a su mente los chasquidos de besos oscuros y gemidos de gatos destetados. Después de las tres de la mañana y ya satisfecha, llegó el sueño.
Llegaba a su casa. La soledad del primer piso de su residencia, le hizo recordar que la sirvienta había pedido permiso, pero divisó en una mesa útiles escolares. Pensó que su hijo estaba haciendo tarea con un grupo de amigos en su cuarto. Fue al dormitorio de él, y en su mesa había cuadernos abiertos.
— ¡Cuéntame hija mía, sólo así descansará tu alma, atrévete! Secó las lágrimas de sus ojos.
—Escuché ruido en el baño, la puerta estaba entreabierta, penetré con sigilo. Había un joven de perfil, sentado en una esquina de la tina del baño, con los pantalones abajo. Tomaba su miembro con ansiedad y se auto complacía. Quise retirarme, pero me llamó la atención que en su mano izquierda tenía mi corpiño. Se detenía y besaba ambas copas, repitiendo mi nombre. Luego, volvía acariciando el rosa casi rojizo de su glande. Debí sentirme ofendida, pero un bochorno subía de mis pies al vientre, llegándome el sofoco hasta la cara. Cuando aspiraba me puse frente a él y con el índice en mi boca le indique que no hiciera ruido. Cerré la puerta del baño y tomé su miembro y lo ayudé a masturbarse. Él hizo lo mismo sobre mi ropa. Perdí la cabeza. ¡No sé que hubiese pasado! El ruido que hacen los herrajes del portón, nos avisó que mi hijo llegaba. Él salió y yo me quedé en el baño.
Regresé al cuarto de mi hijo llevándoles bocadillos y agua fresca. En una distracción de mi hijo, le hice la señal de que guardase el secreto. Un día le pregunté a mi hijo por él y me refirió que se había ido. Nunca supe más de él. Más tarde, decidí que era doloroso vivir con recuerdos vivos y vine a san Benito. Lo demás usted lo sabe.
Había comenzado una fina lluvia y el viento mecía los perones del patio. Las campanas de la iglesia repiqueteaban llamando a misa. El cura no se inmutó y dando énfasis a su voz le dijo:
—Hace unos días recibí una carta. Es de un misionero que está en algún lugar.
Ella cerró sus ojos. Sólo se escuchaba el siseo de la respiración. El cura abrió el sobre, y acercándose a ella inició la lectura.
Señora Josefina.
La vida tiene tanto misterio como la muerte. Deseo ser breve. Fui, de joven, impetuoso, viví con pasión y también muy cerca de su casa. Innumerables veces seguía con la mirada su paso hacia el bosque. Me enamoré de usted, pero usted no me veía. Mis noches eran suyas. La coincidencia de estar en un curso con Manuel, su hijo, me permitió entrar a su casa. Esa vez, Manuel tuvo que salir y quedé solo. Entré al baño y vi su ropa y sucumbí cuando la tuve en mis manos y al besarla era como hacerlo con usted. Lo demás lo sabe como yo. Sentí que el cielo de mis valores me aplastaba; y al día siguiente, hice trámites para ser un humilde servidor de Dios. Por favor permita que la vea. Será un gozo para mi corazón. El padre sabe donde me encuentro.
El sacerdote sintió como ella aflojó sus dedos. Por un momento tuvo la impresión que su vida había acabado, pero al verle el rostro, encontró una piel suave, tibia. Ella se metió en un sueño, el cual él no interrumpiría. Tomó un paño fresco y lo pasó por su frente. Estuvo pendiente de ella, hasta que de nuevo abrió sus ojos.
— ¿Cómo lo supo?
—Hace tres años lo conocí. Fue el anfitrión de los sacerdotes que damos servicio en los pueblos indígenas. En su oficina, cuando firmaba papeles de trámite, reconocí la foto que tiene usted en la pared.
— ¿La conoce? Le pregunté.
—Sí, es la mujer más piadosa.
No habló más, ni yo lo quise ofender. Cuando tu gravedad se hizo grande, creí, que él debería de saberlo y le mandé un correo.
—Entonces, ¿él le contó lo que yo le confesé?
— ¡Jamás! El sólo me mandó esta carta que te leí.
—Deme su bendición y si muero, dígale que fue un error y que me perdone.
El sacerdote salió de la habitación. Algunos gemidos se escucharon, pero el cura ordenó que guardaran silencio. Aún no se muere y tengo la corazonada que vivirá. |