Como cuando no sabes de qué escribir, y al finalizar tu cuento, sigues sin saberlo.
«Yo diría ocho meses» son las palabras que recuerdas haber escuchado del hombre moviendo su papada frente a tu radiografía, mientras trituraba el taco completo que se había metido a la boca. «Con suerte el año» te dice. Alcanzas a ver que una gota de salsa se escurre por su boca. Todos tus músculos se paralizan. Solo puedes ver cómo se limpia los dedos en su bata.
Ocho.
El ruido nocturno de la ciudad y el calor adyacente del otro pasajero te adormece. Tu ruta es larga, pero ya te acostumbraste. A menudo piensas que eres un admirador anónimo de los pequeños detalles. Conoces de memoria la textura plastificada de los asientos, podrías reproducir en tu mente las imágenes religiosas, frívolas o chuscas de las calcomanías, y más de una vez has intentado descifrar las palabras detrás de cada graffiti. El conductor de hoy es Pablo. Un anciano medio invidente con la destreza de un piloto. A veces te toca el asiento junto al hombrecillo con el que conversa y cambia las canciones. Sabes acerca de sus dedos amputados y que le cuesta acostumbrarse a usar bastón, pero era eso, o ir a rehabilitación, y Pablo dice que no hay ni tiempo ni dinero. Has oído sobre su mujer y lo difícil que se está volviendo todo. Hoy escuchas, entre otras cosas, que hablan sobre la inseguridad del país; pero son temas que ahora no te importan, y te dedicas a ver afuera.
Todavía no sabes cómo vas a decirles. No sabes quién lo tomará peor, si tu mujer o tus hijos. Meditas en silencio, viendo a los demás viajeros. Alcanzas a ver a una mujer con cabello rosa, y piensas que hace juego con la recámara de tu hija. Junto a ti está un hombre gordo con un anillo en cada dedo. Anillos pesados y gruesos. Te recuerda a uno de esos mafiosos japoneses, quienes son sorprendidos por el héroe americano en los baños de vapor. Escuchas su respiración, dificultosa y pesada, como la de un jabalí. Atrás, cuatro o cinco muchachos con uniforme escolar platican con el entusiasmo que solo te da la juventud. El saberse justificado por el puñado de años venideros. De reojo ves a uno de ellos, uno con ojos grandes y cansados. Entonces comienzas a imaginar todas las reacciones de tu hijo, quien no ha de ser más grande que él. Casi escuchas el llanto de tu mujer, comprimiéndose de tristeza en el futuro colchón deshabitado.
El pecho te vuelve a doler y pones tu mano sobre tu corazón, pero no te preocupa, solo te aflige.
El camión se detiene y un grupo se sube con prisa. Entre ellos, un hombre con aspecto militar parece examinar el vehículo completo. Escuchas a una mujer de cabello rosa quejándose al aire acerca de no tarda en llover, como buscando quién reciba su comentario y diga algo.
Y llueve.
Los cristales se van empañando, y ahora los grafitis y firmas hechas por rayones están difusas, cubiertas bajo tenues láminas de calor humano.
El camión se detiene a recoger a más personas cuando el militar se dirige hacia adelante. De su chamarra saca una pistola y la pone en la cabeza blanca de Pablo. Escuchas las reacciones de algunos pasajeros: la de pelo rosa abraza su bolso. Los estudiantes cortan su plática y se arrinconan en un asiento. Antes de que puedas observar a los demás, ves a otro hombre, menos alto, que camina entre los asientos con la seguridad de alguien que vive confiado sobre la ley. El segundo hombre se acerca a ti y te da un costal pequeño. Maldices tu suerte. Te ordena a punta de pistola que recolectes todo lo valioso de cada pasajero. Te le levantas, y viendo al suelo comienzas a caminar por el pasillo. Uno permanece atrás de ti revisando que todo vaya de acuerdo al plan. El alto permanece junto a Pablo, apuntándole mientras sonríe. Recibes de todo: relojes, anillos, aretes, billetes, monedas y hasta una que otra pertenencia que no distingues. Tu corazón es el de un caballo de carreras.
El primer asaltante te ordena que les lleve todo. Por la ventana confirmas que ya se pasó tu sitio de bajada. Al dirigirte a tu asiento sientes las miradas tensas de los demás. Miras hacia abajo y ves que en el suelo está el bastón de Pablo. El segundo espera impaciente la respuesta de su compañero. Al dejar caer algo que no alcanzas a ver, y ante la mirada incrédula de todos, te pones de pie e impactas su cabeza. Cruje. Sientes la ira de un toro. Es una faceta que no conocías de ti y te sorprendes, disfrutas lo bien que se siente. Por varios segundos lo golpeas hasta que puedes sentir que el bastón se hunde. Se escucha el silencio de la máquina vieja y Pablo voltea incrédulo. Ves al otro criminal que se enfila hacia ti, estallando en rabia. Supones que Pablo también lo vio, pues frena violentamente y te golpeas la cabeza. El tumulto se sacude y grita. Varias monedas y billetes de todos los colores vuelan y algunos se salen por las ventanillas. Los fuertes se agarran de donde pueden; y los que no, vuelan por el aire del autobús. Algunos alcanzan a sujetarse, pero la mayoría pierde el suelo y se estrella con las ventanas, con los tubos para sujetarse o con los asientos. El criminal es uno de ellos; se estrella en el parabrisas y cae junto con su compañero. En el silencio final ves a Pablo: con los codos sobre las rodillas, tapándose la cara sangrante contra el parabrisas estrellado. Sabes que es momento de irse, así que te diriges a la salida ante la mirada de varias decenas de curiosos y asustadizos. Ya no quieres estar ahí. Caminas entre algunas personas tiradas. De pronto, solo escuchas que te gritan y escuchas una detonación. Un golpe en tu espalda te impide caminar y caes de lado. Puedes ver que el hombre de los anillos se abalanza sobre el pistolero, y con su peso le dobla el cuerpo.
De repente otra detonación se escucha, ahora accidental. La ventana detrás de un estudiante se tiñe en sangre, y un muchacho se cubre su hombro. La gente grita. De repente el gordo intenta quitarle el arma, y cuando termina todos se abalanzan sobre el criminal. Algunos solo se dedican a observar con impotencia. Observas el brazo fuerte del gordo sujetar al asaltante por el cuello, mientras otros pasajeros le patean, le maldicen y le escupen, incluso ves a una anciana gritándole de tal manera que, de no ser tú el que está en el suelo, llegaría ser hasta divertido. Después de varios minutos los golpes cambian, se ve que van con más saña. La gente enloquece. La del cabello rosa está pateando el rostro del infortunado con sus tacones altos, el rostro del asaltante está cubierto de sangre y no puedes hallarle forma. Sientes que ya no puedes mantener la cabeza erguida y te recuestas jadeando.
Escuchas la voz de Pablo, pero no comprendes. A lo lejos te gritan que eres un héroe, te agradecen, gente que intenta congraciarse contigo te da palmadas y te reconoce. La del cabello rosa ordena con autoridad que te dejen respirar, que se aparten. Te das cuenta que nunca habías visto el techo: tan amplio y con manchas verdosas, escuchas el sonido de la lluvia torrencial sobre la lámina delgada. Por entre los mirones una cabeza estudiantil se asoma y te dice que la ambulancia ya viene, e intentas responder, pero de ti sale una voz cortada y débil. Te duele hablar. Bajo tu cuerpo hay un enorme charco de sangre que se mezcla con la suciedad de un transporte urbano. Sobre todos los demás alcanzas a ver algunas sombras, y solo piensas en tu familia. Un dolor muy agudo se incrusta en tu corazón. Sabes que en esta ocasión no se irá, que vino para quedarse; sin embargo te sientes contento y tranquilo, pues entiendes que acabas de dejar ir un gran peso. |