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EL AMERICANO


El agua de los tanques se acabó temprano. La culpable fue Erundina. Apenas amaneció, se levantó con la escoba y la bayeta en la mano. Calzada con sus chancletas de metedeo gastadas en los talones y tarareando baladas de Laura Pausini, le dio por baldear cada pasillo del edificio. Sin importarle la posible multa que pudiera ponerle algún inspector por echar agua en un día no permitido, conectó una manguera a la pila de su lavadero y quitó a presión el hollín pegado en las ventanas, y la mierda de perro que durante meses se acumulaba en las aceras.

Nunca fue tan hacendosa ni tan divertida como para tararear canciones al alba. Siempre estaba amargada, suspirando por los tiempos idos y quejándose de lo dura que la vida había sido con ella. “Esa hermana mía sí que nació con una estrella en la frente. Todo le sale bien. Ya va para cinco años viviendo en un barrio residencial de Miami. Y para mí, para la infeliz de la familia, sólo quedó el guisazo en el culo”.

Esa mañana, ante semejante desborde de alegría, los vecinos sospecharon enseguida que algo anormal había o estaba por suceder en la vida de Erundina. Cada vez que sonaba el teléfono, pegaban los oídos a las puertas con la intención de descubrir el secreto. Pero tanto esfuerzo no hizo ninguna falta. La misma Erundina se encargó de anunciar unas horas después que ese fin de semana iba a recibir en su casa a un americano. Venía de turista. Su querida hermana por fin había pensado en ella. Durante años se negó a enviarle ni siquiera un centavo. “Tú tienes los bocetos. No seas sentimental y comemierda. Véndelos, que eso vale una fortuna”, le decía en las cartas que, acompañadas de postales con nieve, llegaban siempre para Navidad. Se refería a algunos dibujos de Ismael, su primer y único novio. En esa época no era nadie, y ella escarranchada en el muro del malecón le acunaba sus frustraciones. “Verás que van a llegar tiempos mejores. Vas a ser un hombre famoso” –lo consolaba, aunque jamás creyó en su propia predicción. En cuanto a pintura era casi analfabeta, y aquellos trazos extraños, propios más bien de un niño pequeño que del hombre lloroso que tenía delante, a ella no le decían nada.

“Sin embargo, el triunfo apareció.” –Erundina no se cansaba de contar una y otra vez la misma historia- . “Llegó prendido a la billetera de Catrin, una vieja alemana de aires masculinos, y mucho dinero para costearse sus noches de amor. Sabía de arte, y se quedó maravillada con su talento. Claro, también la muy puta se quedó maravillada con el bulto de su portañuela. Los cuadros comenzaron a venderse; y con ellos él mismo se puso en venta. De la noche a la mañana pasó a ser un pintor muy conocido en las galerías de Europa. Sólo que la dicha le duró bien poco. A los dos años de estar viviendo con Catrin, tuvo un accidente aprendiendo a esquiar en los Alpes suizos, y terminó desnucado al pie de un abeto”.

Ella guardó siempre con celo las cosas que él le dejara. Por mucha necesidad que pasara, y por mucho que su hermana insistiera, no iba a desprenderse de algo que era parte de ella misma. “Si él pudo traicionarme; yo, Erundina de la Caridad Velazco, no lo voy a hacer. Mis recuerdos son las únicas cosas bonitas que me quedan. Prefiero morirme antes que renunciar a ellos”.

“Lo que no me explico es esa actitud de mi hermana. Siempre ha sido tan interesada y tan amante del dinero. Por eso le ha ido tan bien allá en los Estados Unidos. Esa es una ley de la vida. La gente sin sentimientos, los que no respetan nada, son los que triunfan y salen adelante. ¿Por qué esa ayuda ahora? ¿Los años le habrán ablandado el corazón? “

Le enviaba a un muchacho para que lo alojara en la casa durante un par de semanas. Llegaría en las primeras horas del sábado, y ella debía llevar un pañuelo de colores en la cabeza y un marpacífico detrás de la oreja para que él pudiera reconocerla. Hablaba un poco español, pero era americano legítimo. “Para todos los envidiosos y chivatones de esta cuadra –le confesó a los vecinos más íntimos- lo voy a alojar en mi casa porque es el novio de mi sobrina Yeneisi, pero a ustedes puedo decirles que no, que algún dinerito va a reportarme esta visita. Deja ver si puedo arreglar este techo, que ya tiene toda la placa reventada, y el día menos pensado me cae encima. Ustedes no me comenten nada, que si se enteran de que estoy alquilando sin licencia, seguro me echan pa´lante y puede que hasta me quiten la casa”.

El taxibus pasó retrasado, y cuando Erundina llegó al aeropuerto, ya hacía más de una hora que el avión de Miami había tocado suelo cubano. Desesperada entró a cada tienda, a cada bar, y hasta montó guardia junto a los baños de los hombres, con la esperanza de ver aparecer al muchacho que su hermana le había descrito. Todo fue inútil. O no había venido en el vuelo, o al verse solo en medio de aquella caja de hierros y cristales, decidió tomar la iniciativa. A fin de cuentas tenía su dirección, y La Habana no era una ciudad en la que uno pudiera perderse.


El americano le entregó al taxista el papel con la dirección. Sudaba a mares. La humedad de La Habana era casi insoportable, como insoportable también era aquel mestizo que no dejaba de interrogarlo, hablándole alto, y con el auxilio de gestos que lo hacían abandonar el control del volante. “Verás como a ti gustar Cuba. Mucha playa. Mucha mulata caliente”.

Diez dólares le pidió por la carrera. Los pagó sin titubear, aunque naturalmente supo que era un poco exagerado. Pero por fin se encontraba frente al edificio de Erundina. Al segundo toque a la puerta, la vecina que lo había observado con mucha curiosidad apenas cruzó la escalera, salió para decirle que Erundina no estaba.

-¡Ay, ven, si tú eres el americano! Ven para que la esperes en mi casa. No tengas pena. Aquí yo estoy para servirte. Y dame acá esa mochila que debe pesar muchísimo. ¿No quieres ir al baño? Yo soy Leonor, y Erundina es como si fuera mi hermana. Por cierto, ella fue a buscarte al aeropuerto. ¡Qué raro que no se hayan encontrado!

-¿No haber aquí un lugar donde yo comprar agua? –preguntó él apenas se acomodó en el sillón que tan gentilmente le ofreció la vecina.

-¡Cómo qué comprar agua! Espérate que ahora mismo te la traigo –se movió ágilmente para aparecer en instantes con un vaso encima de un platico.

-¡No! ¡no! Gracias –la rechazó el americano, con una determinación que tal parecía que el mismo Lucifer estaba sentado encima del plato. Fue esa la primera advertencia que le hicieron antes de partir. Nada de probar líquidos que no fueran embotellados. Las aguas del trópico siempre estaban llenas de bichos que le hacían mucho daño a quien no estuviera acostumbrado.

-¿Pero por qué no quieres? Esta agua es muy buena. Es de manantial –mintió Leonor. Casualmente la semana anterior Salud Pública se había reunido con los vecinos para recomendar que tomaran medidas sanitarias. La cisterna y los tanques estaban llenos de cucarachas y ranas muertas.

Ella misma se ofreció para ir a comprarle el agua mineral. Tomó los cinco dólares y antes de salir le puso la televisión para que se entretuviera.

-Aquí los programas son muy instructivos –le dijo-. Uno aprende cantidad.




Erundina llegó sofocada, y temiendo que a última hora su hermana no cumpliera con ella. El rostro se le iluminó cuando vio sentado en el único sillón de la sala de Leonor a un muchacho rubio y de ojos azulados.

-Aquí tienes al americano –hizo las presentaciones su vecina-. Ya nos conocemos un poco. Hasta agua mineral fui a comprarle.

Erundina, luego de extender la mano para recibir su saludo, se quitó el pañuelo y la flor que a fin de cuentas ya no hacían ninguna falta, y recogiendo la mochila de su huésped, lo instó a que la acompañara.

Ya en la casa, con el español que invariablemente usa casi todo el mundo cuando habla con un extranjero –en voz alta, despacio y con los verbos en infinitivo-, le explicó las reglas:

-Tú aquí ser dueño de todo. Esta ser tu casa. El cuarto y la cama tuyas. Yo dormir en sofá.

-¿Y no estar incómoda? –le preguntó él.

-No –se sorprendió Erundina de la buena dicción de su huésped-. Nosotros, los cubanos, estar acostumbrados a pasar trabajo. Tú no preocupar.







-Chica, ¿por fin ese americano es novio o no de tu sobrina? –preguntó Leonor mientras saboreaba un vaso de malta que Erundina le había brindado.

-No, hija, ya te dije que no, que ese era el embaraje para la gente del barrio.

-Ay, pues entonces yo creo que es medio maricón. Fíjate que tiene a todas las muchachitas del barrio loquitas atrás de él. Le pasan por el lado con “baja y chupa”, o con topecitos de esos con la espalda afuera, y él ni las mira. Como si no le gustaran las mujeres. Si yo fuera tú, tuviera mucho cuidado, Erundina. A lo mejor tiene hasta el SIDA. Si es maricón y americano, olvídate que cualquier cosa puede ser.

También Erundina estaba preocupada. Supuso que el americano vendría a conocer La Habana; y hasta se hizo la ilusión de que la invitaría a ella a tomar helados en un “Pain de Paris” o a pasear por las calles remozadas del casco histórico. Pero pasaban los días y el muchacho apenas sí salía de la casa. Y lo peor, la tenía a ella esclavizada delante del fogón preparándole toda clase de comidas cubanas. A diario iba a los mercados a renovar las provisiones de yuca, frijoles, plátanos y carne, porque el americano se negaba a comer comidas recalentadas alegando que producían cáncer. “Estoy al cocinarle un buen picadillo de soya, para que él vea lo que es una comida cubana de verdad, y no me joda más con esas mariconerías de cáncer y comidas sanas.

Una mañana el americano se levantó muy alegre. Hasta le dio un beso para desearle los buenos días; y le dijo que esa tarde la comida la haría él. Iba a cocinarle un plato típico de Tallahassee, su ciudad natal; y le dio en un papel una lista de los ingredientes que harían falta comprar.

-¡Ay, ¿pero dónde consigo yo todo esto?

-Ir a la mejor mercado de La Habana. Demorar, no importa. Yo esperar tranquilo.

Con su lista en la mano, y a nivel de taxis particulares –un lujo que rara vez podía darse- Erundina fue recorriendo los mercados de Carlos III, Galerías de Paseo y hasta el de Calle 70, en busca de su mercancía. Consumió en ello toda la mañana; y al final le faltaban algunas cosas, que según le dijeron jamás se habían visto en La Habana. Muy apenada regresó a la casa; y para su sorpresa el americano se había esfumado. El terror y la rabia se fueron apoderando de ella, cuando vio que el escaparate de playbood era un revoltijo de ropas y percheros. El estuche, donde con tanto celo guardaba los bocetos, estaba completamente vacío.

-¡Hija de puta! –gritó pensando más en su hermana que en el americano, pues antes de encontrar la carta que el muchacho le dejara sobre la cama, supo que había sido víctima de un plan muy bien montado.

“Hermanita, discúlpame el método, pero era la única forma de hacerte entender que un día te vas a morir y que en el mejor de los casos los bocetos iban a irse contigo al fondo de la fosa. No te preocupes, que el dinero de la venta yo te lo guardo acá. Si te decides a venir, tendrás un capital a tu disposición”...

No leyó más. Corrió hasta la mesa del teléfono, y tras buscar como una loca en la guía, marcó el número del aeropuerto. Su desánimo fue total. A través de la línea, una voz dulce le confirmó que un vuelo a Miami había salido ese día a las diez y cuarenta de la mañana...




Texto agregado el 07-04-2015, y leído por 158 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
07-04-2015 Ligeramente perturbador. krondel
 
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