Ella, entregada totalmente al desgarro del dolor de su alma lucía etérea, purgando el sufrimiento a través de sus lágrimas. Desde su boca, un delgado hilo de plata tomaba sinuosas formas mientras era agitado por el viento, a la vez, desde lo más profundo de su ser, un gutural y amargo clamor se erguía hacia los cielos, tan inmenso, tan desolado y lastimero, que resultaba imposible no conmoverse ante la irracional tragedia.


Su cuerpo, doblegado por la aflicción y la larga agonía cayó con todo su peso, las rodillas quedaron incrustadas en el pedrusco del terreno. Sus fuerzas le abandonaron.


En su desesperación golpeó una y otra vez su cabeza contra el suelo, quizás buscando entender aquel fatal destino. Sus manos crispadas laceraban una y mil veces la tierra hasta que al fin su menudo cuerpo acopió todas las fuerzas que le quedaban y gritó ¡¡Un hijo no debe morir!!, ¡¡Un hijo no debe morir!!. Todos gemían y lloraban tratando de contenerla. Sentían compasión y pesar por el injusto asesinato de aquel hombre y por aquella atribulada y virginal mujer que llevaba por marca el dulce nombre de María.




M.D