CON MI HAMBRE Y CON CARLOTA
“¿Qué me compraré? ¿Qué me compraré?” -reviví en mi mente la legendaria interrogante de la cucarachita Martina, mientras caminaba por la acera de la calzada apretando en mi mano derecha una reluciente moneda de a peso. Pero a diferencia de la cucara¬cha del cuento, que encontró su fortuna barriendo la casa y temía ser llamada golosa si la invertía en un caramelo; yo no descubrí mi moneda por casualidad. Sabía que estaba allí, en el fondo de la raída billetera, y sabía también que eran los últimos centavos de mis ahorros. Por otra parte, comprase lo que comprase, no había razón para temer que me llamaran como a ella. Nadie es goloso por adquirir comida de un peso. En todo caso -de saberse que era esa toda mi economía- podría ser llamado muerto de ham¬bre.
Aun estando casi convencido de que no encontraría nada más, repasé minuciosamente cada compartimento -la parte de guardar billetes y también la de guardar menudo-, esperando que quizás por designios divinos ocurriese un milagro, como aquel que una vez multiplicó peces y panes. Pero por supuesto, un milagro así no ocurre todos los días, y desgraciadamente debí acomodarme a mi escasez.
Las opciones no eran muchas. Haciendo un rápido análisis de precios de oferta en los quioscos particulares y dinero disponi¬ble, tenía que decidirme o por un café, un coquito o una fritura de malanga. De escoger la fritura, podría entonces ayudarme a digerir el arroz cocinado sin grasa que celosamente guardaba del día anterior, y que a pesar de resultarme imposible comerlo solo, constituía el único alimento con que contaba en aquel domingo de principios de marzo. Pero el café era mi vicio, así que finalmente renuncié al arroz con fritura, y me deleité con la humeante pócima que se escondía en los termos de los vendedores.
El hambre me torturaba. A pesar de ello, me vestí para entrar a la ciudad. La promesa hecha a la señora Carlota de llevarla esa tarde al teatro no podía romperla.
-¡No quisiera que me embarcaras otra vez! -me había dicho ella el día anterior-. ¡Acuérdate que trabajan muy buenos actores!
Comenzó a arreglarse desde por la mañana, y cuando pasé a recogerla la encontré perfumada, y luciendo collares y pendientes de otra época.
-¡Figúrate, hijo! Yo conozco a mucha gente. No por gusto durante más de veinte años impartí clases en la Universidad -dijo con orgullo, y en el brillo que apareció en su mirada, muy maltratada por el tiempo y por exceso de lecturas, creí descubrir imágenes de su lejano pasado-. ¡No puedo permitir que me vean destruida!
Terminó de comerse un plato de arroz con leche, o para decirlo mejor, de arroz con cerelac, y mientras se sacaba de la boca varios pedacitos de canela comentó:
-Esto ahora yo lo guardo en el refrigerador, y lo aprovecho luego en otro dulce. Hoy en día es casi imposible conseguir canela en la calle, y cuando aparece los precios están por las nubes. Caramba, no te pregunté si querías un poco...
-No, gracias -le dije sabiendo que era esa la respuesta que deseaba oir.
Camino al teatro, y dos cuadras antes de llegar, Carlota hizo que me detuviera. Se pasó el cepillo por el pelo, se retocó el encendido carmín de sus labios, y extrajo de la enorme jaba -que llevaba a falta de bolso- un par de zapatos.
-¡Déjame cambiarme!
-¿Cambiarte? ¿Aquí? -pregunté extrañado.
-¿Y qué tiene? -dijo ella-. Tú viviste en Europa, así que no tengo que decirte que las europeas hacen esto muy a menudo...
-Sí, pero tú no eres europea. Además, ellas no se cam¬biarían nunca en el medio de la calle Línea -dije molesto, mien¬tras miraba apenado a toda la gente que pasaba por nuestro lado. Fijaban los ojos en el movimiento de Carlota, quien se aguantaba de mí, y sin inmutarse continuaba en su faena. No me explico por qué hacía aquello, pues con el cambio no ganaba en elegancia. Ambos pares de zapatos estaban igualmente gastados por el uso y fuera de moda.
La obra de teatro era rara, de esas de ahora en que cuando terminan uno no ha entendido nada. Sin embargo, la gente para aparentar cultura sella siempre el final con un largo aplauso. Carlota se unió naturalmente a quienes ovacionaban la puesta, pero no se atrevió a abrir la boca. Buscó con disimulo la com¬pañía de una joven, a quién años atrás le diera clases, y que hoy en día era toda una especialista del mundo de las tablas. Supongo que con mucha sutileza -pues ella no soportaría jamás pasar por ignorante- estuvo indagando pormenores de la obra, ya que cuando vino nuevamente junto a mí lo hizo con aires de importancia. Me habló entonces de símbolos y de momentos excelentes en la trama que habíamos visto, asombrándose de que yo no pensara igual.
-¿Por qué no vamos a ver a mi amigo Onofre? -me consultó a la salida-. Me muero por comer algo. Ese aire acondicionado me abrió el apetito. Onofre vive por aquí cerca. Te va a encantar. Es una excelente persona.
Y en efecto, Onofre era un señor al que se debía conocer. Aunque quizás algo mayor que Carlota, la sonrisa medio irónica que asomaba siempre a sus labios, y la vestimenta deportiva que lo cubría le daban un aspecto muy juvenil.
-¡Carlota! ¡Pero cuánta alegría me da verte! -dijo, mien¬tras depositaba un sonoro beso en la mejilla de mi amiga-. Tú no cambias. ¡Cómo si tanta pintura te escondiera los años!
Inmediatamente que fui presentado, Carlota anunció:
-Vine a verte por dos cosas. La primera para saludarte naturalmente; y la segunda para que me des aunque sea un vaso de agua con azúcar. No sé qué me pasa, pero desde hace días, me está bajando la temperatura cuando estoy mucho tiempo en un lugar cerrado.
-¡Ay qué extraño! -dijo Onofre-. ¿De verdad quieres agua con azúcar? ¡Tú tomando eso! Creo que no te conozco.
-Bueno, si tuvieras una panetela u otra cosa dulce te lo agradecería igual.
-¡Ahora sí! ¡Esa sí es Carlota! -dijo Onofre, y mirándome en complicidad antes de desaparecer en la cocina le preguntó: -¿No será hambre lo que tú tienes?
No creí que le trajera el agua con azúcar, pero de todas formas le rogué a Dios para que así fuera, y Carlota se viera presionada a tragársela. Su forma de pedir me molestaba.
Onofre no me defraudó. Sonriente, como disfrutándolo, le trajo un largo vaso de cristal de Bohemia sobre un platillo en el que descansaba además una servilleta.
-Revuélvelo bien, que toda el azúcar se quedó en el fondo -le dijo.
Carlota apuró el contenido. Le noté en la mirada el enorme sacrificio que hacía para ingerirlo. Sin embargo de buena gana yo la hubiese ayudado. Las tripas me sonaban alto, y seguramente con aquel brebaje podría calmarlas. Para nada me hubiera gustado que el ruido llegara hasta Onofre.
-¿Te sientes mejor? -preguntó él mirando los labios azuca¬rados de Carlota.
-Sí -mintió nuevamente ella-. Me has devuelto el alma al cuerpo.
Se levantó para llevar el vaso a la cocina, pero Onofre temiendo tal vez alguna inspección en su alacena, la interceptó con gentileza.
-¡Por nada del mundo! El anfitrión soy yo. Ninguno de mis invitados me friega un vaso.
-¡Pero yo soy como de la casa! -protestó Carlota-. Nos conocemos hace más de...
-¿De cuántos? -preguntó con ironía Onofre notando cierta vacilación en ella.
-¡Qué sé yo! Ya hasta perdí la cuenta...
-Bueno, no importa -dijo Onofre-. Siéntate tranquilita, que yo me ocupo de todo.
Se siguió conversando sobre temas que solamente conocían ellos. De vez en cuando, y por educación, Onofre me hacía alguna pregunta banal para tratar de insertarme en la tertulia.
Más tarde puso a Rocío Jurado en la grabadora. “...Te voy a contar un cuento, un cuento pa’ que no duermas, de lobos con dientes largos, y brujas que no son buenas...” inundó la folcló¬rica con su voz toda la estancia. También Carlota tarareó algunas notas de la canción flamenca, y no sólo eso, sino que cuando la Jurado siguió con baladas, ella le hizo dúo. Su proceder me hizo sonreir con malicia. No por el hecho de que las cuerdas vocales de Carlota sacaran un canto muy por debajo del de la española, sino porque desde que nos conocíamos ella siempre había presumido de detestar ese tipo de música. La consideraba melosa y cursi.
-Ven acá, chico -dijo de pronto parando de cantar-, ¿tú no tendrás por ahí un pedacito de pan? Otra vez me ha vuelto el malestar.
-¡Yo no te lo dije! -dijo Onofre divertido-. ¡Tú lo que tienes es hambre! Ahí yo tengo un poco de arroz con frijoles. ¿Te lo caliento?
-¡No hijo, por Dios! ¡Pero qué cosas tienes! No te advertía yo -dijo Carlota dirigiéndose a mí-, que este Onofre, mi amigo de años, es un jodedor...
Onofre se movió presuroso. Trajo una enorme jarra de agua que en algún momento había puesto a calentar, tazas y bolsitas de té de la India. Trajo además una bandeja llena de tostadas de pan y un pote con mayonesa.
-¡Este té sabe a gloria! -dijo Carlota-. Nunca había probado este tipo, y eso que yo me conozco casi todas las variantes de infusiones que se toman en la India. Pero bueno, a decir verdad, hace ya mucho tiempo que no pruebo ninguno -y su voz sonó lasti¬mera, como pidiendo indirectamente que Onofre le cediera algunas bolsitas.
Sin embargo, no era el té lo que más tragaba. Eran las tostadas las que desaparecían una detrás de la otra en la caverna de su garganta. Le envidié no poder imitarla. Apetito no me faltaba para comerme yo solo toda la bandeja, pero la educación me puso límites cuando apenas había ingerido la segunda tostada.
Salimos a la calle pasadas las diez. Mi mirada se iba golosa a los puestos con chucherías que cada vez proliferaban más en cada calle habanera.
Cuando pasamos por frente a la casa de Maricusa le dije a Carlota que me quedaba allí.
-¿Cómo? ¿No vas a acompañarme hasta la casa? -preguntó ofendida.
-No. Voy a ver a Maricusa -le dije, y no era en mi amante ocasional en quien pensaba, sino en el buen plato de arroz y frijoles que de seguro podría comerme allí a gusto.
-¿A Maricusa? ¡Qué cosa la tuya! ¡Andar con esa bruja de pelo amarillo!
Pero esa bruja como ella la llamaba, podía darme comida. Y en aquel justo momento recordé de nuevo el cuento infantil. Y sonreí divertido al darme cuenta de que estaba pensando ahora en otro personaje. De la cucarachita Martina, salté al ratoncito Pérez. Y sí, me venía bien ese papel. Con muchísimo gusto iba a caer en la olla de Maricusa, y me daba igual si era una cebolla o arroz y frijoles lo que encontraría dentro. El problema era comer algo.
No llegué a tocar a la puerta. Por la música romántica, la risa y los gemidos que venían de adentro, pude percatarme de que había llegado tarde. La olla de Maricusa estaba hirviendo hacía rato, y al parecer, otro ratón se aprestaba a saltar tras la cebolla.
Dí media vuelta con más tristeza en el estómago que en el corazón. Carlota aún estaba allí.
-Eso pasa, mi vida. Eso pasa -dijo complacida-. No por gusto me quedé esperando. ¡Cómo que conozco a esa Maricusa!
No tuve más remedio que seguir cargando con mi hambre y con Carlota. Ella estaba feliz. Mis fracasos en el amor la entu¬siasmaban. Sin importarle que la escucharan las parejas de enamorados con quienes nos cruzábamos, comenzó a cantar. Su voz llenó de ruido las últimas horas de aquella noche habanera.
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