LA LAGUNA DE MARITÉ
Perico fue de los pocos que se mantuvo pegado a la barra. Le pidió al chino que le pusiera otra línea, y que al menos hoy, no le echara tanta agua al ron. “Por suerte para ti, el tuyo es el único bar en varios kilómetros a la redonda –dijo-; y con lo que pasó, para mañana vas a tener un montón de gente de fuera comprando bebida fina aquí. No, ni te creas que se van a sentar en estas banquetas llenas de sudor y moscas. Eso ni lo pienses. Pero sí te van a pedir llevarse las botellas. Así que déjate de cabronadas conmigo y no trates de joderme el aguardiente. Ponte mejor a ver cómo bautizas el poco whisky que te queda allá atrás en tu cueva”.
Modesta la mula, el Tiznao, y otros clientes habituales habían tomado -como casi todos en el pueblo- el camino del cementerio. Algunos a pie, otros en bicicleta, y hasta la anciana Carmen en su silla de paralítica, retaron al polvo del terraplén, y se enfrascaron en una cerrada lucha por ver quién llegaba primero al lugar del desastre.
Las cosas pasaron muy rápido. En la tarde amarilla, un ruido extraño de una avioneta que era incapaz de avanzar en el aire. Como en una escena de películas, el ala derecha se separó de la armazón, y el pájaro de hierro dio varias vueltas en remolino antes de precipitarse a la muerte.
-¡Mamá! ¡Mamá! –entró como una tromba a la casa el pequeño Juanito.
-¿Qué coño te pasa ahora? –sonó la voz de la madre desde el baño-. ¡Oye, que con este vejigo no puede una ni dar del cuerpo con tranquilidad! ¿Qué fue ese ruido?
-¡Se cayó un avión, mamá! ¡Déjame ir a verlo! Se cayó aquí mismo al lado del cementerio, en la laguna de Marité.
La laguna no era propiamente de Marité, pero como su casa –un auténtico bohío de paredes de yagua, piso de tierra y techo de pencas de palma- era la más próxima a aquel enorme estanque de aguas verdosas, mosquitos y “suspiros de chino”, la gente desechó su antiguo nombre, y comenzó a llamarla por el de aquella extraña mujer que años atrás se mudara a sus orillas.
Entonces era Marité una guajira hermosa. Piernas fuertes y bien torneadas, amplias caderas, glúteos pronunciados y un pelo negro recogido a la espalda con una hebilla plateada fueron demasiadas virtudes como para no hacer mella en la sensibilidad de Evaristo. Olvidó que era un hombre casado, y luego de algunos meses de enamorarla y visitarla envuelto en una sábana blanca para no ser reconocido –disfraz que hizo renacer en la zona viejas leyendas de babujales-, terminó por instalarse con ella junto a la laguna.
Martha, la legítima esposa de Evaristo hizo lo indecible por recuperarlo. Fue a La Habana a teñirse el pelo de rubio, se depiló los vellos que insistían en crecer bajo su nariz, y se sometió a una severa dieta para hacerse más bella. Pero su hombre no sólo ignoró sus esfuerzos, sino que en poco tiempo hizo que la panza de Marité comenzara a hincharse con el hijo que a ella la vida le había negado. Lloró su derrota, y una y otra vez maldijo públicamente a Marité y al bastardo que cargaba en el vientre. Las maldiciones terminaban siempre en una pelea de halones de pelo, uñas enterradas y gritos de “puta” y “maricona” lanzados por ambas contendientes.
Cuando trajeron a Marité de parir en la clínica de Placetas, ya Martha sabía –por una prima suya que trabajaba allí de enfermera- que sus desvelos y rezos habían llegado a Dios. El engendro de Marité y Evaristo tenía una enorme cabeza de anormal, y era además hermafrodita.
Para Marité ya nada volvería a ser igual. Evaristo la acusaba continuamente de haber parido un bicho. En poco tiempo, el sufrimiento la volvió vieja y desaliñada. Su pelo negro se llenó de canas amarillas, y la piorrea le llevó los dientes de sus viejas sonrisas. Mientras tanto, Martha esperó pacientemente su turno. Una mañana de junio, cuando un temporal azotaba la zona, Evaristo tocó a su puerta. Venía chorreando agua, y la miraba con ojos de perro abandonado.
-Pasa hombre, que te vas a resfriar –dijo, y se apartó para que él cruzara el umbral del pasado.
Meses después se desató la furia de las balsas, y coincidentemente en el pueblo no volvieron a verlos. Como Martha presumió siempre de odiar al comunismo –no se cansaba de repetir que esta isla era como un enorme ataúd perdido entre las aguas-, y si aún no se había marchado a reunirse con su hermana en la Florida, era porque tres veces le negaron la visa en la Sección de Intereses de los Estados Unidos, la gente supuso que había aprovechado esta ocasión para embarcarse al norte, llevándose con ella a su corregido Evaristo.
Cuando Carmen la paralítica -roja por el esfuerzo y destilando sudor- logró llegar a la laguna, ya los dos policías del pueblo habían puesto orden a punta de pistola. “Fue una suerte que anduvieran cerca –se oyó decir a alguien-, porque ya los hijos de Milagros la cochina estaban zambulléndose en esas aguas podridas. Según ellos buscaban sobrevivientes, pero lo único que sacaban a la superficie eran maletines medio vacíos. Está claro que los revisaban bajo el agua rastreando los dólares. Esa gente nunca ha sido tan buena. Si se mojaron el culo, no fue por humanismo”.
Enseguida se supo que la avioneta había salido de la ciudad de Cienfuegos con más de una docena de alemanes a bordo que pretendían hacer turismo en los cayos al norte de Las Villas; y que al menos uno de ellos era un niño, porque cuando los más intrépidos –ya vigilados por la policía- volvieron a zambullirse, aparecieron sobre el agua con una pierna pequeña y un osito de peluche anaranjado.
Como pronosticara Perico, el pueblo se fue llenando de policías, curiosos, y hasta de periodistas de la “CNN” y la “Reuters”, que hacían rodar por primera vez en aquellas calles maltrechas, limusinas y autos Volvo de lujo. Los niños corrían tras ellos pidiendo chiclets, mientras que algunos mayores miraban a las cámaras buscando que los filmaran, o inventaban historias del avión con la esperanza de ser remunerados.
Durante esa semana la monotonía se quebró con la fiebre del suceso. Conscientes y orgullosos de que imágenes del pueblo comenzaban a circular por televisoras de Europa y Estados Unidos; y mientras extrañas máquinas extraían cadáveres y chatarra del fondo de la laguna; ningún vecino marchó a su trabajo habitual –torcer habanos en la tabaquería-. Se organizaron por cuadras para pintar con cal los bordes de las aceras y las fachadas de las casas, barrieron de las calles las mierdas de perro y los cagajones de caballo; y por las noches, aprovechando que los apagones programados habían sido corridos de sitio en el almanaque, organizaron festejos y bailes, para que en el mundo vieran lo felices que eran.
Un mes después, cuando ya nadie pensaba que una nueva sorpresa pudiera sacudirlos, oficiales de criminalística comenzaron a aparecer por el pueblo. Hicieron preguntas, tiraron fotografías; y terminaron por llevarse con ellos no sólo a Marité, sino también a su pequeño monstruo, a quién después se supo, enviaron a una institución estatal. En el fondo de la laguna, además de los cadáveres alemanes, habían sido encontrados dos esqueletos algo más antiguos. Pruebas e investigaciones de laboratorio revelaron que aquellos huesos comidos por las aguas pertenecían a Martha y Evaristo; y las evidencias apuntaban a que Marité los había asesinado.
La confesión no demoró mucho. Evaristo destruyó su vida. Le arrebató la juventud, la alegría y la belleza. No merecía quedar impune. Lo planeó todo para cuando el niño cumpliera su primer año. Le envió una nota no a él, sino a Martha. Confió en que su rival sería más susceptible a rendirse ante sus explicaciones. Le habló de perdones, de olvidar odios pasados, y le rogó que convenciera a Evaristo para que esa noche pasara a ver a su hijo. Su jugada fue perfecta. Como esperaba, a Martha se le ablandó el corazón. Pero no al extremo de permitir que su recuperado marido se colara solo en la guarida de su amante de antaño. Lo acompañó, sin sospechar siquiera que iban directamente a una trampa.
A ella le tocó primero. Marité aprovechó que Evaristo parecía entretenerse en hacer sonreir por medio de muecas de bufón al monstruo que vegetaba en el coche. La llamó al cuarto argumentando que dialogarían un segundo sobre cosas de mujeres. El golpe de hacha cayó certero sobre el cráneo, y la muerte fue instantánea.
Evaristo acudió en cuanto sintió el ruido; pero no tuvo defensa para aquel remolino de mujer enloquecida de venganza.
Luego todo fue fácil. Los introdujo en sendos sacos de yute que arrastró hasta las márgenes de la laguna, y allí los convoyó con piedras y metales viejos para que pesaran más y pudieran hundirse bien al fondo de las aguas.
-Ponme algo bueno ahí –tiró Perico una moneda de tres pesos sobre el mostrador-, y ya sabes, sin agua. No quieras hacerle honor al nuevo nombre de tu garito –rió escandalosamente, y señaló con el vaso de plástico para el letrero recién pintado que abarcaba casi toda la pared del fondo: “BAR LA LAGUNA”.
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