Uno.
Se podía pensar que se tratara de un hortelano pero no fue así. Lo había comprado en una tienda. Era mío, podía hacer con él lo que quisiera y así fue. Se me ocurrió ponerlo con una cuerda al final de la punta de un palo y pasearlo por la calle, concitando gran atención y en un momento dado algarabía.
Al higuí, al higuí, con la mano no con la boca sí (repetía mientras los mozalbetes iban de aquí para allá probando suerte de llevárselo con la boca).
Diversiones como ésta, tan sencilla, proliferaban en aquellos años en que la imaginación había sido despertada por el hambre. La Edad Media a que nos había conducido la Guerra había tenido la ventaja de avivar el ingenio de las gentes. Buena generación para el arte, aunque nos cubriera el polvo de los caminos y usásemos tecnología del neolítico- trilla de pedernal-teníamos presto el espíritu y abierta la imaginación.
No necesitando otro estimulante para sentirnos despiertos, nos bastaba de vez en cuando un trago al porrón. Lo que daba la tierra, vamos. Un clarete que con arreglo a los parámetros actuales no hubiera pasado el control de calidad menos exigente, pero que nos entonaba bastante los domingos y otras fiestas de guardar- como se decía por aquellos tiempos- , al menos hasta que se popularizó la cerveza.
Aquel vino clarete de nuestros pagos- mejores o peores- era por así decir nuestro sustento espiritual. Acompañaba nuestras comidas y nuestras cenas en cuanto uno se ponía a hablar y tenerse en pie. Un vino como el que ponía Asunción- ni blanco ni tinto, ni tenía color- pero con el valor añadido de ser fruto de nuestro trabajo y esfuerzo y en consecuencia ser parte nuestra como el pan que comíamos y casi también como el aire que respirábamos.
A nadie en aquellos tiempos se le habría ocurrido proclamar el carácter nocivo del componente etílico. Formábamos una sociedad tan cerrada que tales efluvios eran sólo el instrumento, el lubricante necesario, por mejor decir, que aplicábamos a nuestras relaciones para evitar en lo posible que chirriaran.
Dos.
Me llamo Ovidio, Ovidio Nasón. Sí, como el del verso de Quevedo. Las dimensiones de mi nariz son, sin embargo, normales. La gente- la gente culta- nada más oír mi presentación dirige invariablemente su mirada a mi nariz. Así los distingo. Cada cual tiene sus métodos. El mío es el anterior.
Tras una etapa- que yo llamo de aprendizaje- con higos en estacas, el destino quiso que pusiera tierra de por medio. Hoy vivo en un gran panal, con ruido incesante, en un anonimato casi total, sin más constancia vecinal que el trozo de cartulina con mi nombre en el llamador de nuestro portero automático.
Asomo la nariz todos los días camino del trabajo y vuelvo a media tarde a un piso vacío demorando la entrada lo más posible en un bar que hay en la esquina de mi calle que constituye lo más parecido que yo conozca a un hogar.
Como tengo trabajo no echo en falta más vida social. Así voy capeando el temporal de la vida. Cuando sea un poco más viejo volveré a aquel lugar que en la distancia no sólo temporal se me asemeja a un universo cálido en que rezumaba la amistad. Posiblemente nadie se acuerde de mí allí y además esté tan cambiado que pocos escenarios de mi infancia se conserven. No creo que nadie recuerde lo que tan claro se abre a mi mente mientras trato de conciliar el sueño algunas veces que me he pasado de café.
Tres.
Entre aquellos recuerdos se me entresaca el referido del higo. Como si fuera un artista de cine en aquel instante rocé la popularidad. Uno de los momentos cumbre de mi existencia, se puede decir.
El apartado lúdico parecía no tener fin. Con una taba- un hueso, creo que de cordero- pasábamos la tarde en un juego parecido al de tirar un dado. Dependiendo de cómo cayera se daba un resultado u otro. Eran juegos de colaboración que se desarrollaban en unas calles transitadas por carros y carretas principalmente, entre las que se colaba muy de vez en vez algún coche. Cuando pasaba un coche se paraba el juego, disertándose sobre el modelo y la marca: tan rara se abría a nuestros ojos su presencia. Hecho este pequeño excursus se proseguía con el juego. La calle era nuestra, para contrariedad de Manuel Fraga- ministro de interior- que también lo proclamaba. Una calle que tomábamos en bandadas, como los alrededores del pueblo lindantes al campo de labor en que predominaban los huertos con sus pozos. De vez en cuando se caía alguno a un pozo. Ibas detrás de un pajarillo mirando hacia arriba cuando de repente no hacías pie y lo siguiente era notar el frío impacto de sus aguas subterráneas. A mí no me ha pasado, pero me lo han contado. Llegaban los hombres con maromas y te izaban chorreando y asustado con los labios morados del frío y con la misma expresión en la cara de como cuando –según dicen- se sale del averno.
Cuatro.
Y así, mientras yo no he estado, habrán pasado las generaciones, una tras otra, con el invariable destino. No sé qué hubiera sido de mí de no haberme marchado. A poco podía aspirar: a trabajar en el campo o meterme de peón en la construcción. Creo que he llevado mejor vida en la ciudad, sinceramente. Al menos aquí nadie me ha mirado de arriba hacia abajo. Éramos pobres, a poco podíamos aspirar. Durante aquellos años del tardofranquismo todavía se estilaba el pequeño desprecio. Al menos yo lo experimentaba. Vivíamos en las afueras. No éramos nadie. Comida pobre, vestimenta pobre y a aguantar la suficiencia del hijo de algún concejal colaborador del fascio. Así era la vida allí.
Había humor, no lo discuto, pero en la ciudad pesaban menos los prejuicios y aquí me he labrado un porvenir. Sin estudios he subido en la empresa por la experiencia y ahora- mientras el sueño tarda en venir (es uno de esos días en que he abusado de la cafeína)- me he puesto a recordar dando vueltas en la cama aquel día en que se me ocurrió atar el higo a la guita.
Era domingo. Nos reuníamos en los alrededores de la iglesia parroquial. Yo acudía, lo puedo decir sin ambages, a misa. Me parecía algo instructivo. Te contaban historias con cierta moraleja de los corintios y yo qué sé de qué pueblos más de la antigüedad. Si estabas atento captabas el mensaje. Era un mensaje sencillo pero generalmente no se trataba de un discurso baldío. Allí había una enseñanza.
Concluida la disertación salíamos al atrio con gran algarabía, con ganas de tirar petardos y cohetes; cosa que hubiéramos hecho de haberlos tenido. La gente andaba por allí reunida. Lo siguiente a cumplir con dios era bajar a la zona de esparcimiento en la que se encontraba uno de los dos cines del pueblo y un par de bares y en donde se vendían los más diversos artículos en dos puestos callejeros. Veíamos las carteleras y teníamos ocasión de comprar las entradas si nos interesaba lo que ponían. Generalmente nos interesaba, aunque uno recuerda, poco antes de marcharme- no sé si fue una razón subliminal para ello-, una temporada de películas infumables.
Me compré unos higos secos en uno de aquellos puestos y mientras disfrutaba de su sabor y echaba un ojo a las revistas que sobre una lona se exponían sobre el suelo en otro puesto, se me ocurrió la idea de atar uno a la punta de una varilla.
Al higuí, al higuí, con la mano no con la boca sí; y me llevaba como moderno flautista de Hamelin a la chiquillería bajo el brazo.
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