Sintió el paulatino adormecimiento de sus extremidades y el avanzar de la droga envenenando todo su cuerpo. A contraluz, alcanzó a divisar aquellos brazos masculinos que de prisa arrasaban con todo lo que estuviera a su paso en la superficie del escritorio. Luego le vio extender una sábana sobre el mismo y convertirlo en una perfecta mesa de trabajo. El brillo del escalpelo produjo en ella estremecimiento y un espantoso frío recorrió su espalda cuando vio el rostro de Max, reflejando toda su locura. Demasiado tarde se percató de que no debió haber confiado en aquel hombre y así, sin mayor preámbulo, Sara se convirtió en la víctima No. 17.
Para Max, aquella era una mujer más… una mujer menos, su pasado sangriento le obligó a vivir preso de la oscuridad. Amigo de las ratas y cucarachas y por sobre todo de las sombras, entre las cuales se escabullía con la facilidad de un ser maligno y fantasmal. Se perdía por meses entre sórdidas callejuelas; para él familiares, solitarias y fétidas.
A sus escasos 29 años cargaba sobre sí con varias almas. Aquellas imágenes flagelantes desfilaban sin tregua por su mente, provocando en él un lascivo regocijo. Lejos estaba de sentir algún tipo de remordimiento, aquella emoción no tenía cabida en su consciencia.
Recordó sus inicios, la inspiración le golpeó una lánguida mañana de julio leyendo el periódico, hacía unos 5 años atrás. En primera plana se destacaba la información acerca de un asesino en serie. El perfil buscado correspondía a un hombre de complexión alta y delgada, probablemente homosexual, dados los movimientos afeminados descritos por los testigos. El victimario actuaba con total saña sobre los cuerpos masculinos y la amputación del miembro era su marca y firma en cada uno de los crímenes. No siguió leyendo, aquello le bastó para disparar en su mente oscuros pensamientos. Sonrío satisfecho. Su animadversión hacia la especie humana se manifestó en el intenso brillo de sus ojos y se dio a la loca tarea de emularlo, de hacer lo propio, sin embargo como su gusto e inclinación sexual era por el cuerpo femenino y dado el profundo desprecio y resentimiento que guardaba para con su madre, a raíz de la crueldad sufrida en su infancia por causa de su abandono, le pareció propicia la retorcida idea de que sus víctimas llevaran en su nombre la misma inicial que su progenitora, objeto y sujeto de su odio; la letra ese.
...
Max se proveía de jóvenes y bellas víctimas, tarea que para él no revestía mayor esfuerzo. Poseedor de una estética llamativa, particular atractivo e inusual magnetismo, acaparaba miradas de admiración por doquier. Era alto, de piel lozana y clara, ojos color pardo llenos de misterio y encanto, con una voz quedada y varonil. Se sumaba además a sus atributos una rica cultura y elocuencia, conjunto que hacía de él un interesante espécimen (tanto para hombres como para mujeres). Empleaba su inteligencia al máximo, manteniendo siempre sobre sí un velo de inocencia que lo libraba de cualquier sospecha o conjetura ante las desapariciones; y es que, cuando combinaba con alguna de sus víctimas, su requisito era la reserva, ingrediente fatal que estas cumplían bajo la promesa de una noche de placer inconmensurable. Lo que Max omitía era que el placer era exclusivamente para sí mismo.
Cuando conoció a Shei - en la inauguración de una disco - se sintió impactado no sólo por su nombre, sino también por el gran atractivo físico y por los sensuales movimientos de su cuerpo al bailar. Fue presentado a esta por medio de un amigo en común. “¿Te gusta lo que suena?”, inquirió Max. Ella, que bailaba sola junto a la barra sosteniendo una copa en su mano se detuvo a mirarlo y respondió: “Toda mujer necesita de una canción en las distintas etapas de su vida y por ahora, esta es la mía…” y con un ademán gracioso le invitó a la pista de baile. Al término de la noche intercambiaron números de teléfono y quedaron de verse nuevamente.
La primera cita que tuvieron fue distinta desde un comienzo. Entre ellos se estableció un lenguaje de piel exuberante. El encuentro sexual fue violento y lleno de novedades aún para él que se consideraba un avezado amante. Entre ambos seres - potentemente exóticos - se dio una rara complicidad que les permitió exceder los límites de placer por ellos conocidos. Max, por su parte, se percató de que ella era diferente desde el momento en que yendo al baño, ella le siguió y sostuvo su miembro mientras orinaba y luego en forma totalmente natural se puso en cuclillas secándole suavemente con la lengua, retirando todo rastro de humedad salobre, reemplazándola por la dulzura de aquellos besos tibios y suaves que lo succionaban. Estas sensaciones y emociones provocaron en él placenteros espasmos que lo encendieron poderosamente, volviéndolo al lecho para disfrutarse nuevamente con vehemencia. Él, experto en las artes amatorias, fue un río de caricias torrenciales, soez y lujurioso, ¡Un príncipe de los malditos!; y ella, ella era distinta, distinta a todas… sus sabores, sus olores; una hembra libremente entregada a su placer, ocurrente y salvaje. Sus gemidos lo erizaban y transportaban a su propio paraíso, del cual regresaba intensa y gratamente satisfecho.
“Shei…”, le susurró en un momento orgiástico y ella le interceptó: “no, no, mi nombre es Mariana, Shei es mi pseudónimo de escritora ... Contrariado, Max no supo qué hacer; ya había planeado todo, no obstante tenía bien claro que no podía quebrantar su modus operandi, sin embargo comprendía que se ponía en riesgo si soltaba a su presa por lo que decidió mantenerla emocionalmente atrapada, cautiva, aunque sin darse cuenta quién se fue cautivando fue él.
Ella le pedía las cosas más inusuales y él, por supuesto, accedía gustoso a los juegos fetiche prometiéndole concretar con ella todas sus fantasías. La apuesta de la pareja era sorprender al otro y ver cual llegaba aún más lejos explorando la sexualidad. Tan mimetizados estaban que las necesidades de uno eran las del otro y sus cuerpos se movían libremente, a la vez que se pertenecían con total entrega y confianza.
Una noche Max se sintió tan sobrecogido de amor, tan aceptado y confiado que ya no pudo ni quiso ocultar más su secreto a Mariana, pero ¿Cómo enfrentarla? y ¿Si lo denunciaba? o peor aún ¿Y si lo abandonaba?. Era un camino de dolor que no se sentía preparado para transitar, sin embargo, en cuanto ésta llegó presintió la tormenta que fracturaba a Max en mil pedazos y sin preguntar nada lo abrazó y refugió en su pecho susurrando: “Amor, tranquilo, lo que sea que esté pasando lo superaremos, estoy contigo, nunca, nunca te abandonaré”, y acariciaba su cabello como quien acaricia al más inocente y frágil de los infantes. Max sentía en su garganta una mano invisible que le aprisionaba y en su mente taladraban golpes de redención que lo asfixiaban hasta llegar a lo más profundo de su ser. Finalmente logró hilvanar las palabras que irónicamente abrían ante él una puerta que bien podría conducirlo hacia la libertad o a la cárcel; pero ya no podía ni quería vivir así e inició su confesión entregándose a su suerte: “Mi amor, antes de conocerte yo era un peligro en potencia para la sociedad, pero tú, tú me has redimido con tu amor- verás, jamás había siquiera soñado con confesar esto a alguien, jamás pensé que me enamoraría de este modo. Por ti soy un hombre nuevo y mejor, amor por favor escucha con calma, te juro que jamás te haría daño…”, se detuvo, las lágrimas caían sin freno, ante lo cual Mariana con la sorpresa y ansiedad impresas en su rostro le miro expectante, tratando de imaginar en su mente que podía ser lo peor que pudiera ocurrir y que modificase su - hasta ahora - idílica unión.
Max le contó de su infancia, de su férreo odio materno y de cómo descargó en las mujeres su aborrecimiento. Le contó de aquella noticia que corría desde hacía tiempo en la ciudad y de cómo él había asesinado a todas esas mujeres, del por qué sólo daba muerte a aquellas cuyo nombre comenzase por la letra ese; una suerte de cábala a la cual sus víctimas respondían. Para finalizar le dijo con dulzura: “pero llegaste tú, eres el milagro que cambió mi vida”, y tomando sus manos, le imploró: “te ruego me perdones y me des la oportunidad de comenzar de nuevo”.
“¿Cuántas llevas?”, preguntó Mariana guardando la calma.
“…17, justo hasta antes de conocerte.”
“Entiendo, ¿comprendes que me dejas atónita? ¡¡Pudiste haberme matado!! ¡¡Y si hoy estoy viva es tan sólo porque te confidencié mi nombre real!!”, él le replicó que no, que todo lo relacionado con ella había sido desde un comienzo diferente. Contrario a lo esperado, la confesión de Max despertó en Mariana una curiosidad morbosa e inquirió detalles que él, lleno de satisfacción, disipó con total descripción y señas. A cada pregunta de Mariana, entregaba una pronta respuesta. Ante tanta curiosidad Max preguntó: “Mi vida, ¿Por qué tanto interés?. No esperaba esa veta en ti”, a lo que ella respondió, “¿Pero amor, ya te he contado que soy escritora?. Justamente por estos días me encuentro escribiendo una novela policial y tu relato en algún punto me sirve de inspiración, digo … si no te molesta”, él la beso cómplice respondiendo: “por supuesto que no”, se abrazaron y rieron, Max se sintió aliviado. Al cabo de unas horas ambos actuaban como si nada hubiera pasado, no había duda eran el uno para el otro y sin atisbo de malestar o remordimiento se entregaron al placer sexual con la bestial complicidad que los caracterizaba.
La noche siguiente Max esperaba a Mariana con ansia expectante, había accedido a complacerla ante la fantasía de ésta de penetrarlo con un cinturón provisto de un miembro. Sonó el timbre. Nada había preparado a Max para lo que vio al abrir la puerta de su departamento, ante él Mariana, arrebatadoramente hermosa, ataviada con un elegante traje masculino de un azul muy obscuro que resaltaba aún más su blanca y aterciopelada piel, una peluca de cabello corto, de un negro intenso y brillante que hacía que sus ojos de un celeste muy claro sobresalieran, destacando su rostro. El conjunto la hacía ver aún más alta, bella, y estilizada. Ella, al ver el impacto que causaba en Max sonrió y con un gesto tan coqueto como travieso comenzó a hacer girar unas esposas qué - según comentó – eran recuerdo de un ex novio detective que se las había regalado. “¡Vengo bien preparada!” le dijo, al momento que se estrechaba a él y con los deseos escapándosele por los poros, le besaba efusivamente, tomando su mano y depositándola atrevida en su entrepierna, a cuyo contacto Max pudo sentir una inesperada firmeza.
Sin mayor pérdida de tiempo se dirigieron al dormitorio en donde Max ya tenía una pequeña mesita con tragos y algo de merienda, Mariana bebió su copa primorosamente adornada con pétalos de rosas rojas. Se besaron apasionadamente y Mariana hizo un sensual striptease para Max restregándose contra el sinuosamente, luego lo esposó a la cama y procedió a besarlo sin ningún pudor ni escrúpulo, Max se deleitaba entregado al placer y el ahora pequeño orificio lamido por la suave lengua femenina se transformaba en un universo de goce que lo sacaba de toda realidad, la miró de reojo y vio el cinturón y le dijo sorprendido, ¡mi cielo, es de confección casera!, a lo que ella, mientras le ponía una mascada de satín rojo por mordaza sobre la boca, le respondía lujuriosa que lo había confeccionado recientemente para disfrutarlo con él y junto con acariciarlo se acercaba jadeante a su oído diciendo; “mi cielo, tengo un secreto para contarte...” - y le succionaba el lóbulo manteniendo a Max en un estado de éxtasis, “al igual que tú, yo también antes de conocerte he sido una asesina serial, de hecho este pene embalsamado es de mi última víctima, la número 49”. Ante la repentina confesión de Mariana, Max soltó una carcajada que fue ahogada por la mordaza. Era un extraño espectáculo ver su cuerpo desnudo agitándose en aquella pose junto al persistente tintineo metálico de las esposas que lo sostenían al respaldo de la cama. Sin duda a él le pareció una irónica broma de complicidad de su amada y mientras ella, sin detenerse y restregando su sexo contra las nalgas de Max continúo: “como bien sabes todas mis víctimas comienzan por la letra eme” y le levantó aún más de la cintura mientras acariciaba el viril miembro exquisitamente extendido, y antes de que Max pudiera reaccionar, un rápido y experto corte separó el apéndice del cuerpo masculino, más el sufrimiento se vio anestesiado ante el punzante dolor que Mariana le propinaba con una larga y filosa daga que una y otra vez incrustaba en el ano de Max ocasionando en Mariana el más intenso de los orgasmos. Finalmente, rendida de placer, se recostó junto al cuerpo agonizante y susurró en su oído "Adiós mi número 50, has sido el mejor". Max, moribundo, esbozó una sonrisa y observó con letanía el rostro de Mariana quien, con sorpresa, comenzaba a sentir el paulatino adormecimiento de sus extremidades y el avanzar de la droga envenenando todo su cuerpo.
M.D |