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CENA EN EL BALATON

Cuando el camello pasó 23 para llegar a su parada final, me percaté a través de una ventanilla de la barbacoa, de que la cola de Coppelia no estaba tan larga. Era extraño. Desde que lo habían reinaugurado unos meses antes -y a pesar de los nuevos precios- la gente lo abarrotaba a toda hora, corroborando con tanta molotera que era aquella la esquina más concurrida de La Habana.

Tenía que seguir camino. Pero mi estómago me gritaba que una oportunidad así no debía desecharla, y menos aún si en las tablillas de una de las entradas se estaba anunciando helado de chocolate. Miré el reloj. Ya pasaban las dos. No obstante, le pedí el último a una señora bigotuda, y le hice la habitual pregunta de los acostumbrados a las colas:

-¿Y detrás de quién va usted?

-Detrás de aquel hombre de la muleta –dijo.

Fue entonces que reparé en el cojo. Estaba apoyado en la baranda, y tenía hundida la mirada en los pisos más altos del Habana Libre. Una sacudida me recorrió el cuerpo. Ese cojo era Felipe. ¿Qué hacía en La Habana? ¿Y qué le pasaría a su pierna? Mi deber era saludarlo. Pero, ¿y si no me devolvía el saludo? En la última ocasión en que nos vimos quedó roto todo vestigio de amistad. Además, ¿cómo dirigirme a él sin referirme a su cojera? ¿Sentiría complejos por su miembro ausente? ¿O acaso a él no le importaba, y el acomplejado era yo?

Lo conocí quince años atrás en la ciudad húngara de Szeged. Era parte de uno de esos muchos contingentes de trabajadores que convenios mediante, se repartieron por toda la Europa Oriental.

-¿Tú eres cubano, nagüe? –me miró desconfiado la primera vez que lo tuve delante.

-¡Qué va a ser cubano el blanco ese! –respondió por mí la muchacha que venía con él- ¿No ves el narizón que tiene? Ese es húngaro también.

-¿Y no hay cubanos narizones? -me identifiqué entonces.

-¡Ay qué pena! –exclamó ella, y como queriendo retener lo que ya había soltado, se llevó las manos de uñas punzó al chancro de la boca.

Habían llegado hasta el colegio de la Universidad a pedir ayuda. Averiguaron que tres cubanos estudiaban allí, y se las arreglaron por señas para convencer a la portera de que nos hiciera llamar. Ese día, sólo yo estaba presente, y no pude negarme a servirles de intérprete.

La doctora –siempre usando guantes y mirándonos con disgusto- no tuvo que investigar mucho. Mandó a hacer los análisis correspondientes, pero de antemano sabía que aquello no era otra cosa que la sífilis. Los acompañé a otras consultas, les expliqué la frecuencia de las inyecciones, y colaboré para atajar la posible cadena de contagios.

-¿Y dónde cogieron eso? –me preguntó Ági restregando los vasos donde les habíamos servido té en la última visita.

-Parece ser que él lo trajo de Cuba –le conté-. Vino hace dos meses. Aunque no me explico, porque a ellos les hacen un chequeo médico antes de salir.

-¿Y esa infeliz sigue de novia sabiendo que fue contagiada?

-Ah bueno Ági, ese es un problema de ellos. ¿Tú no seguirías conmigo si eso me pasara a mí?...

Poco a poco Felipe y Beatriz –ese era el nombre de la novia- nos fueron tomando afecto. O tal vez se trataba de simple agradecimiento. Lo cierto es que una mañana de mayo se aparecieron en el colegio para invitarnos el fin de semana a un campismo en la costa del Balaton. Ella había resultado ganadora en la emulación que mantenían las cubanas en la textilera, y fue premiada con una cabaña a orillas del lago.

-¡Tienen que venir con nosotros! –nos pidió Felipe.

-Pero es que precisamente este sábado es el cumpleaños de Ági –traté de justificarme, conociendo que me costaría mucho convencerla para que aceptara.

-¡Mejor, muchacho! ¡Se lo celebramos allá! –dijo Beatriz.

-Y es más –continuó Felipe-, yo me comprometo a cocinarles la comida ese día. Le voy a hacer la mejor cena que esa blanca tuya haya probado en su vida.

La cabaña estaba situada junto al pueblito de Badacsonytomaj, famoso por los vinos que se añejaban en sus bodegas. Era viernes en la tarde. Nos acomodamos en habitaciones bastante confortables, y salimos a recorrer la región. Tomamos un camino asfaltado que serpenteaba un par de kilómetros entre colinas repletas de viñedos e iba a morir a un pequeño muelle del lago. Como avanzaba la primavera, en la ribera la vegetación era pródiga en arbustos y flores; y en el agua, cinco cisnes blancos se alimentaban de las migajas de pan que dos niños les lanzaban desde la orilla.

-¡Esto es maravilloso! ¡Dale las gracias a Felipe y a Beatriz por la invitación! –exclamó Ági extasiada.

-¿Qué dice ella? –se interesó Beatriz al escuchar pronunciar su nombre.

-Que les agradece la invitación. Le gusta este sitio. Para ella el Balaton es como si fuera el mar.

-¡Ay, estos húngaros! –se rió Felipe- ¡Bien se ve que no ha visto Varadero! Tiene que conformarse con esta mierda de agua verde. ¡Por nada del mundo me meto yo a bañarme ahí! ¡Si hasta yerba tiene! Pero si le gusta esto, aquí mismo le voy a cocinar mañana.

Fiel a su promesa, el sábado en la tarde nos pidió a Ági y a mí que fuéramos a pasear por el pueblo mientras él y Beatriz se encargaban de la cena. Llegamos al muelle cuando ya el sol comenzaba a perderse por la otra orilla del lago. En un pequeño claro, y bajo un añoso nogal, habían montado el campamento. Compraron botellas de Havana Club, cervezas Tuborg, y hasta hicieron congrí con unos frijoles negros que la semana anterior Beatriz recibió de Cuba, y que transportó desde Szeged para cocinarlos allí.

-¿Y de plato fuerte qué tenemos? –pregunté agradecido por tantas atenciones.

-Pavo asado en púa –dijo Felipe.

La carne estaba algo dura y prieta, pero sabía bien.

-No parece pavo –me comentó Ági mientras devoraba un pedazo que le alcancé con mi tenedor.

Y de hecho no lo era. Sólo que en ese momento tanto ella como yo desconocíamos el engaño. Lo supimos media hora más tarde, cuando el exceso de cerveza hizo que Ági se apartara unos metros para orinar tras unos arbustos. Quiso la casualidad que escogiera como retrete el mismo sitio que previamente Felipe y Beatriz habían utilizado como matadero. Allí, medio envueltas en un periódico “Granma” de dos meses atrás, estaban las plumas ensangrentadas y el larguísimo cuello de uno de los cisnes que tan mansamente viéramos nadar la tarde anterior.

Ági lloró, vomitó, y hablándome con una fuerza que nunca antes había visto en ella, me exigió regresar de inmediato a Szeged, pues no soportaba estar ni un minuto más entre salvajes.

Felipe quiso disculparse, pero no le dimos oportunidad; y cuando gritó que la cosa no era para tanto, y que lo había hecho para averiguar a qué sabían los cisnes, le fui para encima con ánimo de golpearlo. Pero me recibió con un derechazo al mentón, y caí estrepitosamente sobre las cenizas aún calientes de su improvisado fogón.

La amistad terminó allí. Ági y yo recogimos nuestras cosas, y en tres ómnibus diferentes hicimos el recorrido hasta Szeged, pasando antes por las ciudades de Veszprém y Budapest. Una semana más tarde, Felipe me buscó en el colegio, pero yo no quise bajar a verlo.

Quince largos años tendrían que pasar antes de volver a tenerlo delante. “¡Quince años! Tiempo suficiente para restañar viejas heridas” –me dije, y avancé hacia él dispuesto a ponerle punto final a los rencores del pasado.

Se alegró mucho con el encuentro. Compartimos la misma mesa, y naturalmente se negó a que yo pagara la cuenta. En media hora me hizo un rápido recuento de lo que había sido su vida en los tres últimos lustros. Su pierna ocupó el rol protagónico dentro del relato.

Fue balsero en el año noventa y cuatro. Pero se decidió tarde. Cuando ya no lo dejaron pisar tierra americana, y lo desviaron a la base naval de Caimanera. Me contó de lo pasado allí; y del arrepentimiento que lo invadió enseguida.

-Si me hubieran llevado directamente al yuma, tú puedes estar seguro de que ahora no me vieras aquí, pero Guantánamo era otra cosa. Pensé que nos iban a tener ahí un montón de años.

Planeó todo con el indio -un viejo amigo del barrio- para cruzar a la parte cubana. Sobraron las advertencias de que innumerables minas estarían acechándolos. No obstante, decidieron escabullirse de madrugada. Sortearon sin problemas más de la mitad del camino, y cuando parecía que iban a tener suerte sonó la primera explosión. El indio saltó por los aires con la cara deshecha.

-Te juro que me estaba cagando de miedo. Ni siquiera cuando estuve en el mar había visto a la pelona tan de cerca. Pero no podía dejarlo tirado ahí. Corrí a ayudarlo, y una nueva explosión me cortó el impulso. Cuando abrí los ojos habían pasado dos días. Tuve mejor suerte que el indio. Los guardafronteras cargaron conmigo hasta el hospital de Guantánamo. Me salvaron. Pero el precio fue la pierna izquierda.

Me invitó a comer la tarde siguiente a su cuartico de la Habana Vieja, comprado de contrabando con el dinero que le sacó a la moto que trajo de Hungría. Antes de subirse a la goma de tractor para cruzar el canal, tuvo la sensatez de dárselo a guardar a su madre.

-Si no pudo ser Miami, al menos conseguí venir a vivir a La Habana. Y no tengas miedo, nagüe. Ahora no va a pasar igual. No voy a darte ni carne de gato ni fricasé de cocodrilo.

Esa noche, en cuanto llegué a la casa, lo primero que hice fue encender la computadora. Desde hacía meses no me comunicaba con Ági. Pero el encuentro con Felipe desempolvó mis recuerdos. ¡Cuántos planes deshechos! ¡Cuánta juventud ida y cuántas ilusiones muertas! La melancolía me quemaba el pecho. Me serví un vaso de café, releí algunas cartas viejas, y con su mundo y su mirada a cuestas, comencé a escribirle un largo mensaje.



Texto agregado el 24-03-2015, y leído por 196 visitantes. (0 votos)


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