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Aficionado empedernido a la tradición culinaria de la región mediterránea, se decidió por un salpicón manchego y un vino de uva chinche en bota campesina. -Vaya, dijo volviendo la cabeza hacia Doña Angustia Del Páramo, no creo que haya usted comido alguna vez los platillos de estas comarcas como los preparan en nuestro mesón levantino. -Ciertamente, huelen muy bien, Don Casimiro De La Puerta, dijo Doña Angustia, atizando el aire con su olfato, como un pointer en pleno noviembre. Y continuó diciendo: -Sólo que, me confunde un poquitín el descuido con que se visten los meseros. Sus delantales parecen haldas de empacar sobrantes de mercado, cubiertos de grumos de sangre. Sus manos, con esas uñas corvas y largas, me producen asco; oh, no puedo evitar sentirme confundida, molesta e inapetente, dispénseme, Don Casimiro, no puedo evitarlo, es más fuerte que yo. Don Casimiro, al oírla, se repantigó, como si tuviera hormigas en las posaderas, deslizándose e irguiéndose un sinnúmero de veces sobre la banqueta de cuero gastado y pringoso; y, con voz afectada, respondió: -Bah, ya se repondrá de ello, apenas pruebe el salpicón manchego que aquí sirven, le desaparecerán todos esos melindres.

Don Casimiro De La Puerta, como era su costumbre de caballero y señor de las regiones orientales de la estepa manchega; vestía, de punta en blanco, con su traje de casimir inglés agrisado, de amplias solapas; luciendo, en una de ellas, sobre su corazón, un clavel reventón de la China. A sus pies, polainas de color turquesa, cubriendo sus zapatos de capellada entretejida con bigotes de tapir y cuero de serpiente del desierto. Su corbata rompía el clásico negro con rubí en diseño mariposa, sustituyéndola por una imponente, larga y colorida lengua de seda con motivos geométricos de tipo hexagonal, muy semejantes a las celdillas de colmena de abejas, en tonos que iban de los ocres diluidos a los pardos más intensos; todos, haciendo juego con la camisa de color de albaricoque pérsico en ciernes.

El mesón poco a poco fue llenándose de gente. Los que traían herramientas de trabajo las dejaban junto a la puerta. Otros, vestidos con harapos, dejaban caer sus muletas o bastones, al costado de las banquetas, junto a sus gorras pordioseras de color indefinido. Todo ello exhibía un gran desorden que nadie parecía notar. Nadie estaba molesto por nada que se hiciera o se dejara de hacer, antes o después de ahora, en aquel mesón.

De pronto, se acallaron los gritos, las risas y los rumores dentro de aquel mesón levantino. Las puertas, si así pudiera llamárselas, dejaron ver, recortada en su macizo marco, la triste figura del hombre que grita la justicia, el honor y la valentía en todos los rincones de esta mala tierra; tan contumaz, desgraciada e inicua, que gime y tiembla con sólo mencionar su nombre. Sí, la legendaria y esquelética figura del inextinguible muriente de las mil batallas y del incondicional esclavo del sagrado amor por su Dulcinea del Toboso. Aquel, el de los dulces sueños y las enjundiosas aventuras. Allí, frente a los ojos atónitos de Don Casimiro y de Doña Angustia, se erguía la emblemática silueta del Valiente Caballero de la Triste Figura. Sí, con su épica de abolengo febril y desquiciado, y su férrea estirpe peninsular, se elevaba ante todos, el único e inconfundible, Don Quijote De La Mancha.

Don Casimiro tomó la mano de Doña Angustia y, casi en un susurro, preguntó:´-¿Y Sancho Panza? A lo que Doña Angustia, muy angustiada y confusa, respondió: -Shiss, no sé; pero, hagamos silencio, por favor, no quiero que reparen en nosotros. El ruido a chatarra de la armadura, fue todo lo que se pudo oír cuando Don Quijote se introdujo unos pasos hacia el centro del penumbroso mesón; para, finalmente, detenerse junto a unos toneles vacíos, que servían de apoyo a las soleras, llenas de telarañas, que sostenían la negra techumbre de madera y esparto, ennegrecidas por el pesado tufo de los candiles.
Dejando el yelmo sobre uno de los toneles que tenía a su derecha, ese famélico ser, atemporal y único, carraspeó levemente y, su garganta, pareció sonar, grave y acústica, como el gigantesco órgano de tubos de una catedral berlinesa.
Casimiro y Angustia, ya sin sus respectivos “dones”, comenzaron a temblar y a empalidecer. Los hombres y las mujeres que se hallaban a su lado, estaban encogiéndose y estirándose a la vez. Se habían convertido en seres de humo. Algo así como espectros; pero, con diseño y sustancia de seres humanos de carne y hueso. Todos ellos se movían, en una especie de danza misteriosa y grotesca, alrededor de las mesas.

Don Quijote, miró hacia la puerta, afirmando el rostro hacia allí, en un gesto de ir a por algo; y, de inmediato, se hizo presente su inseparable escudero, Sancho Panza. Sus ojos ávidos y temerosos recorrieron el interior del mesón, con la inquietud y la desconfianza de quien espera un garrotazo al doblar de la esquina. Pasó revista a la concurrencia; y, sin disimular un ápice su curiosidad, fijó los ojos en Angustia, con cierto inconfesable interés. Una sonrisa libidinosa se colgó por unos instantes de sus gruesos y ensalivados labios. Angustia apretó la mano de Casimiro con lógica preocupación. Casimiro puso su otra mano sobre la de Angustia y trató de tranquilizarla, con una mirada de “todo está bien”. -¿Qué miras? bellaco. Se oyó esa voz gruesa y soterrada, mordiendo cada una de las sílabas, según el habla de las frías y pálidas llanuras manchegas. Sancho, azorado y confundido, sólo atinó a decir: -Oh, me pareció ver a la señora reina, y mis ojos quedaron cautivos en ella. Eso es todo. -Que te daré reinas, sotas y bastos yo a ti, que jamás olvidarás tal suceso. Le espetó Don Quijote al pícaro Sancho. Y, volviéndose hacia Doña Angustia, inclinándose levemente, le dijo: -Sepa usted perdonar tan impropia y descomedida actitud de mi escudero. Es tan bruto como el asno que monta, sólo lo diferencia la ropa que lo viste. Lo he sacado como a un cascarudo rinoceronte de debajo de unas piedras, en una tierra donde sólo el viento, a ratos, hace saludar a los álamos con cierta reverencia. Todo lo demás es pura vergüenza y afrenta de las buenas costumbres y el respeto. Ruégole, otra vez, gentil señora, dispense usted a semejante animalejo. Al terminar de hablar, se inclinó nuevamente hacia Doña Angustia (aquí le cabe el “Doña”, nobleza obliga), y volvió los ojos; grandes y oscuros, como la noche en el yermo, hacia Sancho Panza, quien, ya se había procurado una banqueta y se había sentado a horcajadas frente a una mesa, a unos pasos de las puertas del mesón.


Nota: Doña Angustia y Don Casimiro, habían aceptado de buen grado, ser los primeros viajeros en el tiempo, para conocer las vidas de los personajes más famosos de la literatura universal. Así, fueron transportados, a una venta de La Mancha, donde se hospedaron. Él, extrañaba su biciclo; ella, su piano.

Texto agregado el 21-03-2015, y leído por 87 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
21-03-2015 Me gusto mucho tu estilo, es el tipo de cuentos que mas me gustan con un final inesperado. FERMAT
21-03-2015 Me divirtio tu historia.Excelente forma de narrar.Un Abrazo. gafer
21-03-2015 un buen comienzo de algo que... supongo... continuará seroma
 
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