Cerró la puerta sin el menor sonido. El espejo, atento, lo miró. Y él se vio ridículo.
Esa sensación la había sufrido infinitas veces desde su llegada, cerrándola de un portazo…despacio, con el pie haciendo los variados equilibrios o de espalda y mil maneras más, pero siempre terminaba el espejo mirándolo y el viéndose ridículo. Claro, fue ese día que se juro que no le volvería a pasar. Pensó y repensó muchas veces en como hacer. Que él no lo mire de esa forma, ni sentir el ridículo reflejándose.
Esta mañana, con su revólver disimulado bajo el saco, abrió y cerró la puerta a una velocidad poco normal, extraordinaria. Velocidad adquirida por la urgencia de la necesidad o desesperación. Como queriendo ganarle a la impávida mirada del espejo, lo que consiguió. Frente a él sin que se diera cuenta lo miro. Se miro, se vio mirándose y al espejo mirándolo. Parecía sorprendido el mirar del espejo y aprovecho. Sacó el revolver y lo encañono, se encañono, lo encañonaron. Pero en ves de encontrar temor en el espejo volvió a verse estúpido, lo que es peor: un estúpido armado. Tan grande fue su frustración y la impotencia que no lo tolero.
Giro su mano y disparo reiteradas veces a su boca. Cayo al piso muerto en un enorme baño de sangre. El espejo lo miró con cierta ironía y fue deslizándose como un molusco baboso hasta llegar a su lado y cubrirlo. Se lo tragó.
Lentamente empachado, grande era él, y a los eructos largos y prolongados, regreso a su pared, a su clavo que desde siempre lo mantuvo en equilibrio.
Se dispuso hacer la pesada digestión y a esperar que aparezca un nuevo inquilino.
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