Desde la estación de trenes cercana, sacó pasaje hasta donde reside su hermana menor, ella esta a unos cuantos kilómetros de distancia, pero muy cerca del espacio de los afectos.
De pie, ella va descubriendo la diversidad del paisaje, los verdes en todos sus matices, mientras el tren devora lejanías. Se deleita, se sumerge a ratos en la espesura de la panorámica que le rodea. Respira lento y profundo en esos instantes que le son placenteros.
Retorna a su asiento percibiendo por la ventana húmeda, este sur lluvioso abundante en árboles añosos, que pasan, están allí, frente a sus ojos almendrados. ¿Desde cuándo? Se pregunta y se responde. Antes que ella existiera probablemente.
Vuela nuevamente hacia el exterior donde siente ese enorme gozo, placer orgásmico al mimetizarse en hojas; viendo una vez más cómo se transforma el paisaje, cierra sus ojos y deja penetrar en cada célula de su Ser, esa acuarela cierta e imaginaria plena de colores pastel.
De pronto, la distrae la voz de una mujer que lleva de la mano a su hijo pequeño, sin duda presurosa hacia el baño, el niño denota temor, se sujeta firme de la mano materna, a él le asusta pasar de un carro a otro, (desconfianza a lo desconocido) ese miedo ancestral que todos llevamos grabado en nuestro inconciente, o tal vez, sea al movimiento fuerte del tren en esos instantes que viaja raudo por los rieles interminables devorando ansias.
Ella regresa a ser paisaje, se hunde esta vez en los árboles, se trasforma en hualle, sauce, aromo, álamo, en notro, éste la sonroja con sus tonos rojos anaranjados y sin darse cuenta, después de un lapso, ella se halla transformada en ramas sin que aquella experiencia la inmute y que representan sin saberlo a los seres que ama. Se regocija mentalmente sintiendo el aroma de los eucaliptos, que la llevan sin querer a nostalgias adolescentes y a momentos asoman los olores de un bosque de pinos, aquello la confunde, mientras algún aromo de repente la viste de amarillo. Ella es eso. Así sin darse cuenta, recuerdos, memorias iban y venían sin medida del tiempo, por fin llega a su destino.
Desciende del tren y piensa: “Siempre vamos de un punto a otro, de aquí para allá”, buscando. Camina, se pierde en la estación, debe girar sus pasos hacia un nuevo punto o destino, ¿derecha o izquierda? su mente juega en la ambigüedad, fluye la indecisión. Al fin, se queda con la opción de endilgar sus pasos hacia la izquierda y pregunta a dos hombres que conversan sin apuro en la cercanía, ellos le dicen: camine derecho siga derechito Señorita.
Deambuló entre tiendas desconocidas, rostros nunca antes vistos. Sin embargo, los saluda alegre en su camino, la miran con curiosidad. Ella murmura contestándose “no están acostumbrados a que extraños les dirijan una palabra, raro y se reafirma convencida, somos habitantes del mismo planeta”.
Luego de avanzar unas cuadras, se preocupa. ¿Iré en la dirección correcta? De pronto, aparece un hombre de aspecto de trabajador de la construcción que le indica lo equivocado del camino recorrido. Gira sobre sus talones, e inicia el nuevo rumbo. “Así es la vida”, siempre encontramos en el andar alguien que nos señale hacia dónde debemos encaminarnos. En tiempos de caminos perdidos, en etapas en que todo nos parece difuso, entonces surge la magia, el misterio de una mano desconocida que se tiende amistosa señalando el horizonte que creíamos perdido.
Aparece por fin la buscada calle, el número, la casa.
En el portal, la sonrisa de la hermana, los niños alborotados, la rodean con ojitos llenos de luz, felices con la llegada de la tía.
Se sienta y antes de comenzar a emitir palabra, su cuerpo disfruta el calor de la estufa cercana, respira el olor a leña y degusta a lo lejos la comida en el fuego.
Sonríe, ha llegado al paisaje perdido.
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