Desde la ventana, Anastasia miraba el mes en que los cerezos llenan rincones y espacios de blanco similar a sus cabellos. Otra primavera, ahora una vez más; igual como otras tantas; los ojos fijos observan a través de los vidrios transcurrir la vida en su natural movimiento. Allí presenciaba el pasar de los años. La tarde era tibia. Los últimos rayos burlaban el visillo abrigando las piernas envueltas en el reboso cansadas del traquetear por la vida. Lo presintió, dudó un instante, lo vio, se restregó los ojos y por un momento pensó que era una ilusión.

El caminar del hijo pródigo le indicó cansancio y ansiedad de aquél que regresa arrastrando el anhelo y la nostalgia del tiempo materno nunca olvidado.

Ese día no esperaba visitas. Sin embargo, con un movimiento brusco sacó el chal que cubría sus piernas pegadas a esa silla debido a la artritis que padecía. Se levantó cómo no lo hacía desde hace tiempo. Abrió la puerta y caminó a su encuentro, -el milagro- una ráfaga de viento provocó que el cerezo nevara sus flores blancas sellando el abrazo entre madre e hijo. Brazos, rostro, manos que añoraba desde el día en que partió en busca de sus sueños.