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Se conoce como camino del desierto a la ruta que une Chacharramendi y 25 de Mayo, provincia de La Pampa. 205 kilómetros de asfalto casi en línea recta. El Bora rojo iba a alta velocidad hacia el Suroeste. La mujer marcó el número de emergencias. Un hombre contestó a la llamada.
—A mi marido le está dando un ataque —dijo ella.
—¿Cuál es su nombre, señora? ¿Dónde se encuentra?
—Florencia. En la ruta 20 yendo a Río Negro.
—Florencia, ¿sabe si está cerca de algún centro de asistencia? ¿Su esposo perdió el conocimiento?
—Acá no hay nada. Estamos en medio de la nada... Él no... Él conduce... está conduciendo.
Durante varios segundos nadie dijo nada. El hombre del otro lado pudo oír la respiración irregular de la mujer.
—Bien. Florencia, ¿cuál es precisamente el estado de su marido ahora mismo?
—Ensimismado. Nomás conduce ensimismado.
—¿Su esposo ha bebido, señora? ¿Es eso lo que trata de decirme?
—No. No. Nada que ver. Sé que le va a dar uno de sus ataques. Tienen que ayudarme. Por favor. Tienen que hacer algo.
Susurraba al iphone pegado a la mejilla derecha, acurrucada en el asiento del acompañante con la frente apoyada en la ventanilla. Iba descalza y con un vestido liviano que no llegaba a las rodillas. Las zapatillas estaban en el piso.
—¿Qué tipo de ataques le dan a su marido, Florencia?
—Es que... No sé... Se pone violento... Pierde el control. Y yo... Yo quiero... necesito... Necesitamos que hagan algo porque nos vamos a matar. Nos va a matar. Manden a alguien... No puedo más. Por favor se lo pido.
—¿Cuántos son en el vehículo?
—Dos. Estoy sola con él. Yo lo conozco... Tienen que...
—Florencia —no la dejó terminar la frase el hombre—, dígale a su marido que detenga el auto. Luego nos da la ubicación lo más precisa que pueda y enviaremos un móvil. ¿Entiende?
—¡Pero ya se lo dije mil veces! ¡Antes de llamarte se lo dije! ¡No me entendés! ¡Vos no entendés que nos vamos a matar acá mismo en cualquier momento! ¡Por favor te estoy pidiendo que me ayudes! ¿Entendés ahora lo que te estoy diciendo? Yo no te puedo explicar bien. Yo... yo estoy...
La mujer no pudo seguir hablando y rompió a llorar en silencio en la misma posición. El hombre del otro lado de la línea pudo intuir el grito ahogado en babas y otra vez quedó callado.
—Hola. Florencia... Florencia. ¿Puede escucharme?
—Sí.
—Bueno. Bien. Dígame.
La mujer no contestó.
—Necesito algo concreto. ¿Podría decirme cuál es su situación, Florencia?
La mujer tampoco respondió. El hombre pudo percibir solamente la congoja.
—Florencia. Hola. Hola, Florencia. Quiero que entienda que no va a pasar nada feo. Usted y yo necesitamos que me cuente qué está pasando para que todo salga bien. Así nos quedamos tranquilos.... Todos. Todos nos quedamos tranquilos. Eso es lo que necesitamos para estar bien.
Esta vez él obtuvo por respuesta un quejido agudo, un llanto gutural e ininterrumpido en voz baja, mientras la mujer sintió la mano del marido en la rodilla y se sobresaltó.
—¡Me voy a morir! —gritó, y esta vez el llanto fue sonoro, claro y franco. Entonces el chofer soltó la rodilla de su mujer y se aferró al volante, sin haber quitado los ojos de la carretera.
—Florencia. Hola. ¿Me escucha?
El hombre podía saber que ella lo oía. El sonido en la comunicación era el arrullo propio del interior de la cabina. La mujer estaba ahora con la cara sobre las rodillas como haciendo un esfuerzo por recuperar lucidez y continuar la comunicación telefónica.
—Florencia... Florencia.
—Sí. Sí... Acá estoy.
—Florencia, ¿habló con su marido? ¿le pidió que detenga el auto? Es lo primero que tenemos que hacer, Florencia. Detener el auto y aclarar la situación.
—Él no puede escucharme. No quiere. Tiene... tiene los auriculares puestos y anda como un loco... Nos vamos a matar... nos matamos. Ay hagan algo. Por favor hacé... Hagan algo... ustedes pueden hacer algo. ¡Vos tenés que hacer algo!
—Cómo es eso de que su marido tiene los auriculares puestos, Florencia.
El marido cayó en la cuenta de que su mujer manipulaba el teléfono. Le preguntó qué hacía, y el hecho de tener la música a alto volumen hizo que gritara. Ella se sobresaltó, intentó recuperar cierta compostura y le hizo señas con las manos, como quien por algún motivo no puede establecer una comunicación telefónica.
—¿Quién es, Flor? —insistió el marido. Ella otra vez con señas le hizo entender que después le diría y se agazapó con la cara pegada a la ventanilla.
—Le dije que parara y no quiso hacerme caso. Se puso nervioso... se altera mucho él, ¿sabés? Tanto que se puso los auriculares con la música a todo lo que da —volvió a susurrar al teléfono.
—Florencia, necesito que me pase con su esposo.
—No. No. No. Por favor. Mandame un móvil a la ruta 20... Un helicóptero... Sé que va a pasar una desgracia.
—Tal vez su marido pueda decir algo que ayude, Florencia.
—Ya le dije antes de llamar. Le rogué con toda mi alma. Le lloré. Casi nos matamos antes. Se puso nervioso. Como loco se puso. ¡Me amenazó! Yo no puedo. No puedo más.
—Ponga a su marido al teléfono, Florencia.
Otra vez la mujer rompió a llorar. Le chorreaba la nariz y lanzó una especie de quejido ronco.
—Florencia. Florencia.
Ella lanzó un grito de terror. El marido le clavó los ojos por un segundo sin despegarse del volante. En la cabina pudo oírse la percusión desde los auriculares.
—Vamos muy rápido... este hombre quiere matarnos... Lo conozco. Es un hijo de puta cuando se pone así.
—Ponga el celular en altavoz, Florencia. Y pídale a su esposo que escuche.
La mujer obedeció. Tocó el hombro del marido y le hizo señas. Él se quitó los audífonos.
—¿Qué pasa ahora? ¿Te vas a dejar de joder? —seguía mirando la carretera.
—Alguien te quiere hablar.
—Hola, señor. Yo soy Jorge. ¿Cuál es su nombre?
—Pero... ¿qué Jorge? ¿qué carajos...?
—Señor, su mujer está muy alterada. ¿Me escucha?
—Eso no es nada, flaco. Mientras no me alteres a mí... ¿Y vos quién sos?
—¡Llamé al 911! ¡Te van a meter preso! —gritó la mujer.
—Señor, es necesario que detenga el auto para que todos nos quedemos tranquilos. Después puedo enviar un móvil para asistirlos. ¿Comprende?
—Ni en pedo paro acá. Estamos en medio de un desierto y quiero llegar a la civilización antes de la noche. Ya se lo dije antes a esta loca. Te pido disculpas por la molestia que te causó mi mujer, flaco.
Ella se puso a llorar a los gritos. Se acurrucó otra vez en el asiento. Sostenía el teléfono en la mano izquierda apartada del cuerpo.
—¿Me escucha, señor?
—¡Cortá, Florencia! ¡Cortá y dormite ahí o te duermo de una piña!
—Florencia. ¿Me escucha, Florencia?
—¡Que lo lleven preso a este asesino! —gritó otra vez la mujer.
—¡Cortá, Florencia! ¡No te lo digo más!
—Florencia, ¿me escuchás? —esta vez la voz del teléfono era otra, la de una mujer.
—Florencia, soy Andrea Benítez. Tenemos que hablar de lo que pasa ahí.
La mujer se enderezó y sostuvo el iphone (todavía en modo manos libres) sobre las rodillas.
—Sí. No. Mirá. Me quiere matar. Se volvió loco.
—Lo único que faltaba. Yo no te la puedo creer —protestó el conductor.
—Escuchame a mí, Florencia. Esto es entre nosotras, ¿sí? Primero nos tenemos que tranquilizar.
La mujer volvió a llorar.
—¿Cómo se llama tu marido? —insistió la otra, como si la conversación fuera súbitamente normal.
—Juan.
—Oquéi. Juan. Entiendo que vos y Juan van por la ruta, ¿no?
—Sí.
—¿Cómo está el cielo, Florencia?
—No sé. No sé cómo carajos está el cielo. Me quiero bajar antes de que este loco desquiciado nos mate. No aguanto...
—Acá la tarde es hermosa —interrumpió la otra.
—¡Acá nos vamos a morir! ¡No entendés!
—Podés mirar por la ventanilla, Florencia. Entiendo que por esa zona el paisaje es muy lindo.
Ahora el llanto de la mujer fue más agudo y fuerte. El conductor, a todo esto, tanteó con una mano en busca de los audífonos.
—Dicen que el atardecer por allá es hermoso —dijo la del teléfono.
—Está un poco nublado.
—Igual, quedate tranquila, no va a llover. ¿Viajan de vacaciones?
—A Bariloche vamos.
—Ay, te envidio, Florencia. Qué lindo. Bariloche es hermoso en verano también. A mí me gusta más que en invierno...
—¡Tiene un arma! —esta vez la mujer gritó con fuerza— ¡Este loco de mierda tiene un arma! ¿Por qué nadie me entiende! ¡Hijos de puta todos!
—¡Cortá o te reviento! —dijo el hombre.
—Juan —dijo la mujer del teléfono.
—Un rifle de aire comprimido en el baúl tengo, flaca. No me rompas las pelotas vos también, eh.
—Estás... está muy nervioso, Juan. ¿Por qué no nos detenemos y charlamos en la banquina mejor? ¿Le parece?
—Me parece que vos y esta loca me tienen podrido. Y el paisaje acá es una porquería. Ni un árbol veo.
—Florencia.
—No quiero. No quiero. No quiero.
—¿Qué no querés, Florencia? Yo estoy acá con vos. Decime.
—Nada. Nada. No quiero morirme. No quiero morirme sola acá.
—No te va a pasar nada, Florencia. Vamos a hablar. Vamos a resolverlo. Me voy a quedar con vos acá hasta que paremos el auto y te quedes tranquila.
—Vení a manejar vos, pelotuda —interrumpió él.
—No hace falta que me trate así, Juan.
—¿Qué sos? ¿Psicóloga?
—Soy profesional, sí, entrenada para estos casos, Juan.
—Entonces enterate de que esta boluda tiene un ataque de pánico nada más, y eso porque se olvidó las pastillas en casa.
—Eso lo vamos a decidir entre nosotras, Juan.
—Flaca, la conocés hace cinco minutos; yo, hace seis años... ¿o siete, Flor?
—Florencia. Florencia, ¿me escuchás?
La respuesta fue un chillido, un hilo de voz ininteligible.
—Florencia. Tranquila, Florencia. Te prometo, te doy mi palabra de que vamos a charlar y después nos vamos a reír juntas. Voy a hacer todo lo que sea necesario, todo. Te lo prometo, ¿sí?
La mujer seguía llorando aunque asentía con la cabeza, buscaba aire para tranquilizarse y responder. Entonces algo cambió en las facciones de su marido.
—Flaca. Andrea dijiste que eras, ¿no?
—No es necesaria su participación, Juan. Esto es entre su mujer y yo...
—De qué color es tu ropa interior —le soltó él, con una sonrisa.
—Ah, pero sos un... —no terminó la frase la mujer del teléfono, acaso por darse cuenta de que la otra también la oía.
—Dijiste que ibas a poner todo, flaca. Manejo yo.
—Hijo de puta. Hijo de puta. ¡Ves! —gritó con fuerza la esposa.
—¿Vas a contestar o no, Andreíta? ¿eh?
—No, señor.
El hombre tiró del cable de los auriculares y desconectó la ficha. La música explotó sorpresiva a un volumen altísimo en la cabina. La mujer dio un grito de terror. Quedó congelada unos segundos hasta que atinó a dar manotazos al equipo de audio y pudo pulsar el stop. El marido tomó de un movimiento el iphone, que había quedado en el asiento y lo puso en un compartimento de su puerta, de modo que su mujer no pudiera alcanzarlo. Ella no había cesado de gritar.
—Andrea. Andreíta... ¿De qué color tenés la bombachita? —dijo él.
Hubo un silencio largo. Ni siquiera la esposa atinó a pronunciar palabra.
—Bien. Ahora se dejan de joder las dos —concluyó el hombre.
Otra vez la mujer se puso a llorar a los gritos, acurrucada.
—Florencia —dijo la voz femenina al teléfono.
—Ay sí. Yo voy a hacer todo lo posible bli bli bli para que vos... y entonces nosotras bli bli bli —se burló el hombre.
—Florencia —insistió el teléfono.
—Seguro tu ropa interior es negra, como vos —dijo él.
—Florencia, necesitamos que quite el modo manos libres del celular y hablar entre nosotras.
—Lo tiene él. ¡Me sacó el teléfono el desgraciado! ¡Por favor! ¡Por favor!
—Aunque a las negras les queda mejor el rojo...
—Juan, le pido por favor que le dé el teléfono a Florencia.
—Vos hablá conmigo y yo te juro que paro; si no, cortá —insistió.
—Blanca.
—Blanca qué.
—Uso ropa interior blanca ahora. Chau. Páseme con su mujer.
—Decime que te estás tocando —dijo él.
La mujer se quedó muda.
—¿Me oíste? Te estás tocando. ¿No entendés? —aceleró y su mujer soltó un grito.
—No entiendo...
—Sí que entendiste. Vas a tocarte para mí, boluda. Tocate y decime. ¡Dale!
—No... No. Creo que te voy a pasar con alguien.
—¡Pero dale!... ¡Cortá, loca!. ¡Si eso es lo que quiero que hagas desde hace un rato largo!... ¡Que cortes y me dejes manejar tranquilo!... ¡Pelotuda!... ¡O puedo tirar el teléfono por la ventana!
—Juan. Juan. Por dios. Por dios, Juan. Te lo pido por favor. Basta —gritó su mujer.
—¡Y vos la próxima vez tomate las pastillas, conchuda!
—Me toco los pechos —irrumpió la voz femenina desde el iphone.
—¿Los pechos? ¡Pffffff! ¡Pechos tienen esos gordos inmundos que hacen Sumo, flaca! No me caminés, eh. Las tetas. Los pezones te estás tocando... ¡¿Los pechos?! ¡Ps! Por favor...
—Me froto los pezones con los dedos —intentó la mujer.
—¿Cómo son?
—Están duros.
—Que cómo son tus pezones, flaca. Vamos. Dos timbres debés tener ahí vos.
—Las aureolas son claras, no muy grandes... mis pezones son claros, como rosados, no marrones, chicos y más bien puntiagudos.
—Y te los estás frotando bien.
—Sí... me froto los pezones bien.
—¿Te calienta?
—Me calienta. Parece que me los estuvieras frotando vos.
—Yo te los estoy frotando, flaca. Yo. Y te gusta.
—Sí.
—Querés que te chupe las tetas.
—Sí.
—¿Sí qué?
—Lo que quieras.
—¡Decilo!
—¿Qué?
—Decí que querés que te muerda los pezones.
—Quiero que me muerdas.
—¡Decí que querés que te muerda los pezones!
—¡Quiero que me muerdas los pezones!
—¡Que te chupe bien las tetas!
—¡Chupame las tetas!
—Hijo de puta. Decime hijo de puta. Que te chupe las tetas.
—¡Chupame las tetas, hijo de puta! ¡Hijo de puta!
—Te estás calentando, turra.
—Juan...
—Vos callate. Todo esto es por tu culpa, loca. Ya vas a ver.
El Bora andaba a 180 Kilómetros por hora. El hombre no quitaba la vista de la ruta ni apartaba el pie del acelerador.
—Juan. Por el amor de dios...
—Ahora te estás corriendo la bombacha y te metés un dedo.
—Me metí un dedo ahí...
—¡En la concha!
—Me... me meto... un dedo...
—¡Decilo! ¡Carajo!
—Me meto un dedo... en la concha.
—¡Fuerte! ¡No escucho bien!
—¡Que me meto un dedo en la concha, hijo de mil putas! ¡En la concha me meto el dedo! ¡Dos dedos me meto! ¡La puta que te parió!
—¿Qué sentís?
—Me calienta.
—Estás caliente.
—Sí.
—Sí qué.
—¡Sí! ¡Estoy caliente, hijo de puta!
—¡Juan! ¡Un camión, Juan! ¡Nos matamos! ¡Nos matamos, Juan!
El hombre había aminorado de a poco la velocidad, y al encontrarse con el enorme tráiler aceleró a fondo y lo pasó por la izquierda. La mujer no pudo gritar esta vez: abrió la ventanilla y vomitó.
—Juan, ¿qué está pasando ahí? Habíamos hecho un trato. ¿Eh?
—Nada. Nada. Vos sacá la Voligoma del cajón.
—No entiendo.
—A ver. Tenés una mano bajo la bombacha blanca y te estás frotando la concha. Ahora abrís el cajón del escritorio que tenés ahí y sacás la Voligoma porque estás caliente y sucia.
—¿Qué escritorio?... ¿Qué Voligoma?
—No discutas. Sacaste la Voligoma del cajón y estás chupando el pomo. ¿Está claro?
Se hizo un silencio. La mujer en el asiento del auto cerró la ventanilla y buscó algo para limpiarse la boca. Sus manos temblaban. A duras penas abrió la guantera y sacó una franela.
—¿Y, tilinga? ¿Estás chupando la Voligoma?
—Sí.
—No jodas. No podés hablar con el pomo en la boca. Improvisá. Vamos.
—Mmmmh. Mmmmmmmmmh.
—Te gusta.
—Me gusta. Mmmmh sí. Mmmmh.
—Porque te gusta mamar bien de bien la pija.
—Me gusta. Sí.
—¡Decilo como sabés, negra!
—¡Me gusta chupar pija, sordo de mierda!
—¿La sentiste, Flor? ¡Sordo de mierda me dice esta loca! ¡Vos nunca me llamaste sordo de mierda! ¡Mirámela vos a la psicóloga!
—Sos un degenerado hijo de puta, Juan. Te odio, Juan. No puedo más. No te aguanto más. —La mujer era un ovillo de nervios y aún conservaba la franela a modo de barbijo.
—Metete la Voligoma baboseada bien, bien en esa concha que te chorrea.
—Sí. Sí.
—Vamos. Querés que te den. Pero bien duro. Y yo te doy.
—Dame.
—¿Qué?
—¡Dame! ¡Dame dame dame!
—Así te doy.
—¡Así, hijo de puta! ¡Dale! ¡Más!
—¡Ves que sos mi putita!, ¿no?
—¡Tu puta cabaretera soy!
—Vamos. Podés gritar más fuerte.
—¡Dame! ¡Soy tu putita! ¡Así! ¡Así! ¡Más!
—Ahora metete la Voligoma en el culo.
—Sí.
—Juan. Juan —interrumpió la mujer entre estertores.
—¿Y vos qué querés?
—No puedo más.
—¿Escuchaste a esta loca? ¡Se metió la Voligoma en el culo! ¡Y deben estar ahí sus amiguitos de la emergencia!... ¡Es culpa tuya, Flor! ¡Psicóloga tenía que ser! ¡Jua jua jua! ¡Psicóloga!
—¿Ya está, Juan? —preguntó la voz del teléfono.
—Tenés que acabar, ¿no te gusta que te hagan el culo, negra?
—Sí. Voy.
—No me mientas, ¿eh?... ¿Te gusta por el culo o no te gusta?
—Me gusta.
—Gritalo.
—¡Me gusta por el culo!
—Otra vez.
—¡Me encanta que me cojan por el culo, hijo de puta!
—¡Entonces tenés que acabar ahora con la Voligoma bien metida en el culo y los dedos en la concha! ¡Vamos, negra roñosa!
—Aaaaaaaaah.
—¿Así decís cuando te hacen el culo? ¡Onda quiero!
La voz del teléfono sonó ahora fuerte, desaforada.
—Dale. Dale, turra, que ya voy a sesenta.
—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaay sí! ¡Aaaaaaaaaaaaaaaaah!
—Estoy a treinta, negra. Vas bien. Qué sucia debés estar.
—¡Aaaaah! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Así! ¡Así! ¡sí, hijo de puta! ¡Sí! Mmmmh Ahhhh. Ahhh. Mmmmh. Fffffffffffff. Ahhhhh. Ahhhhhhhh.
—Listo. Estamos en la banquina. Ahora escuchá cómo le saco el ataque de pánico a tu amiguita, que está acá jodiendo. No cortes, negra.
—¡Señor!... ¡Juan!... ¡Juan, no haga nada de lo que nos vayamos a lamentar! ¡Juan! ¿Me escucha, Juan? ¡No, Juan! ¡Podemos seguir...!
La voz del teléfono no obtuvo respuesta.
El hombre agarró el iphone, accionó la apertura electrónica de las puertas y bajó del auto. Abrió del lado de su mujer, la tomó de los hombros y la sacó.
—¿Qué vas a...? No. Pará, Juan. En serio... No... Ni se te ocurra... acá no... Juan. Hay bichos por acá... Juan, pará. ¿Qué hacés?... Largá, en serio... ¿Acá?...
La voz de la mujer del auto era más bien de alivio, más bien una invitación, invitación y alivio que la otra, a muchos kilómetros de distancia y tal vez por ser mujer, pudo haber interpretado. El iphone estaba ahora en el asiento del conductor.
—¡Florencia! —gritó el teléfono— ¡Florencia!... ¿Qué está pasado, Florencia? ¿Estás bien?
—Ssssí... Sí... yo... —contestó la mujer, ahora con la mejilla apoyada en su asiento, junto a la palanca de cambios.
El hombre levantó el vestido de su mujer, le hizo a un costado la bombacha de un tirón. Parte del cuerpo de ella estaba ahora dispuesto fuera del coche con los pies descalzos en la tierra y las piernas separadas. Ella miraba el iphone, como esperando alguna palabra. Se había dejado hacer. El hombre se escupió con esmero ambas manos y humedeció entre las nalgas con los dedos. Repitió la operación un par de veces antes de abrirse la cremallera; no le hizo falta bajarse los pantalones.

Texto agregado el 19-03-2015, y leído por 972 visitantes. (17 votos)


Lectores Opinan
28-01-2021 Ja! Qué manga de locos. MCavalieri
03-05-2015 Bueno fue divertido, entretenido no me dormí laburando.Si tengo que poner alguna pega, el narrador se podría evitar? iolanthe
09-04-2015 El parcito de enfermos... Bue... quizás sea más común de lo que uno cree. Coincido con Seroma, medio fuertòn. Pero, como todo lo tuyo, uno no se queda tranquila hasta terminar de leerlo. Atrapan tus textos. tanag
19-03-2015 Partiendo por la cantidad de palabras ya vale varias estrellas Una historia bien hilvanada, si pudiera opinar, diría que darel un vistazo al suspenso, lo digo con mucho respeto eh Eso Randal-Tor
19-03-2015 Bueno mi estimado Guy... tienes talento para mantener pegado a tus letras al lector, medio fuerton el texto, pero atrapa... seroma
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