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Al acercarse a la intersección de la interestatal 27 y la ruta 59, el velocímetro marcaba 90 kilómetros por hora. El motor del viejo falcon gris estaba rugiendo como pocas veces lo había hecho. Era un auto viejo, pero nunca se había usado más que para ir al mercado del pueblo a unas 20 calles del estacionamiento.
La temperatura a esas horas de la madrugada rondaba los 5 grados bajo cero. No nevaba, pero el viento transformaba en tortura cualquier paseo nocturno.
La cabeza le daba vueltas, no recordaba ni siquiera porqué había subido al auto, menos aún, a donde se dirigía. ¿Alguna vez lo supo? Lo único que sentía era la necesidad, casi instintiva, de pisar el acelerador.
100 kilómetros por hora. La ruta comenzó a oscurecerse. Las luces a los costados del camino parpadeaban intermitentemente. Era la señal que estaba esperando, de alguna forma eso le marcaba que era el camino correcto.
110 kilómetros por hora. El motor del viejo carro parecía a punto de fundirse. En el interior la temperatura era agradable, casi como si una vieja salamandra alimentada a leños calefaccionara el ambiente.
120 kilómetros por hora. El exterior estaba tan oscuro que lo único que se divisaban eran las líneas del camino iluminadas por los débiles faroles del carro. Una fuerte migraña lo atacó. Los ojos estaban inyectados, ya había entrado en un trance del que no iba a ser capaz de salir.
150 kilómetros por hora. Las ruedas empezaron a despegarse del pavimento. El viento levantaba el pesado auto como a una corriente levanta a una pluma un día de verano. Se aferró al volante con firmeza. Arqueo el torso preparado para lo que estaba por venir.
170 kilómetros por hora. El auto ya planeaba a unos dos metros del suelo. Algo dentro de él le indicaba cómo manejar el vehículo. Soltó el acelerador y se dejó llevar por sus impulsos.
250 kilómetros por hora. Por la ventana podía ver la ciudad como pequeñas lucecitas que decoraban el paisaje por el que sobrevolaba. Ya no sabía a qué altura estaba volando, pero sin lugar a dudas todavía faltaba.
700 kilómetros por hora. El vehículo cruzaba el cielo nocturno como una estrella fugaz. El destino era incierto, solo sabía que no se dirigía ni al norte ni al sur. Solo ganaba altitud.
1500 kilómetros por hora. La nave ya había traspasado la barrera del sonido. Ni siquiera cuarenta minutos atrás habría imaginado estar en este lugar. Al mirar por la ventana podía ya notar la redondez de la tierra.
La velocidad ya no importaba. No sabía incluso si existía alguna forma de medirla. Sin duda ninguna persona había logrado viajar tan rápido. La oscuridad que había cubierto la carretera en un primer momento se hacía presente nuevamente. La única iluminación que había era la de las estrellas a la distancia. Y era la única que necesitaba. Miles de foquitos dispersos caprichosamente en un lienzo infinito, oscuro como la brea. Fue frente a tal belleza que se dio cuenta. No se dirigía a ningún lado. Él era el dueño de su destino.
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Texto agregado el 16-03-2015, y leído por 121
visitantes. (3 votos)
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Lectores Opinan |
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17-03-2015 |
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Sin ofender, recordé al hacedor de estellas de Stapledon
Y con mucho respeto digo que el final quizás pudo ser diferente Randal-Tor |
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17-03-2015 |
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Tantas veces me masturbo( figurado) con la idea de la muerte al volante que entiendo algo de tu delirio...Le podría 5 estrellas a tu historia por el desarrollo pero cero por la idea...así que me inclino por tres copas... riosdevino |
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17-03-2015 |
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Hermoso cuento. Me encantó. Gracias. MarceloE51 |
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