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Este cuento está inspirado en una noticia que escuché en la radio, ocurrida en un pueblo de Navarra (España)
El lago que nos une
—Papá, me parece que me estoy mojando. No sé si me la he puesto bien.
—No te preocupes, cariño. Luego en el baño del colegio te la colocas mejor. Tienes que decírselo a la señorita Mercedes; que sepa que has tenido tu primera menstruación. En la mochila tienes otras bragas y más compresas.
—Mamá me hubiera enseñado a ponérmela bien. Tú no sabes nada —Se quejó Leyre, colocando esos pucheros que tanto le hacían reír a su madre.
Javier observaba de reojo a su hija a través del retrovisor, sin descuidar la atención a la carretera que rodeaba el extenso lago, al que los primeros rayos maquillaban con trazos argénteos, y que tantas mañanas los habían deleitado con sus caprichosas tonalidades.
De pronto, el gesto irritado de la niña se volvió sonrisa. Un hilillo de saliva empezó a correr por su barbilla y Leyre, que siempre llevaba un pañuelo a mano, se apresuró a limpiarse.
Los ojos de Javier brillaban, licuándose entre sus párpados. Se los secó con la mano izquierda.
—¿Por qué ha tenido que irse mamá? Ella me ayudaba a hacer las cosas. Tú lo haces todo mal. ¿Estás llorando, papito?
—No cariño. Es que anoche me acosté tarde y tengo sueño.
—Tengo la coleta torcida. Se va a reír Paloma de mí coleta tan mal hecha.
—Ya verás cómo voy a aprender a hacértela muy bien y vas a ser la niña mejor peinada del colegio.
—Papáaa —continuó Leyre mientras liberaba un gran bostezo—, yo también tengo mucho sueño. No sé qué me pasa hoy.
—Duérmete un rato; te vendrá bien. Así estarás luego más descansada.
—¿Seguro que no estás triste? Yo lloro muchas veces acordándome de mamá. Cuando venía a buscarme por la tarde lo pasábamos muy bien en el coche, jugando a las adivinanzas. Mamá siempre estaba contenta y tú ya no te ríes, estás siempre serio. Creo que ya no me quieres.
—No digas eso, que me partes el corazón. Si tú eres todo para mí. Pero yo también la echo mucho de menos. Ella siempre estaba pendiente de todo, de ti, de mí; con la sonrisa en los labios. Pero no temas, a partir de ahora todo va a cambiar. Vamos a volver a estar como cuando éramos felices los tres juntos.
—Sí, pero como antes de que se pusiera mala. Como cuando la cepillaba esa melena —otro bostezo le interrumpió la frase— negra tan suave.
La niña apoyó la cabeza en el cristal y cerró los ojos. Javier no pudo reprimir el llanto. Las imágenes se precipitaban como un torrente. La fiesta cuando conoció a Beatriz. La boda en el castillo del lago. El nacimiento de Leyre. La larga conversación con los pediatras. La primera comunión. La repentina enfermedad. El terrible tratamiento. La muerte. La primera regla. El fuerte tranquilizante que le dio esta mañana…
Conducía pausado contemplando como el agua se teñía púrpura. Tras la larga recta, tomó una estrecha carretera que bordeaba el lago sobre una suerte de acantilado, plagado de cerradas curvas. Prohibido circular a más de treinta en los próximos dos kilómetros. Las pulsaciones se disparaban. La cabeza le volteaba como cuándo montaban los tres en el pulpo, en la feria del pueblo. Continuaron las lentas revueltas, hasta llegar al lugar adecuado. Un pequeño trecho, el suficiente, antes de un pronunciado giro a la izquierda. Al frente, la líquida extensión de brillantes y absorbentes colores, con el castillo al fondo. Javier hundió el pie derecho y cerró los ojos.
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