Éste era un mago, un buen mago; quizá no era el mago más grande del mundo, pero sabía sacar conejos de su sombrero, desaparecer objetos entre sus manos y, en ocasiones, leer la mente y adivinar el número y el color de una carta elegida al azar por alguno de los presentes. Todas las tardes, de cuatro a cinco, daba funciones infantiles en un club familiar, y los fines de semana tenía también un show para adultos. Era un mago que sabía mantener entretenido a su público.
El mago tenía una novia; a él le parecía la novia más linda de todas. Le gustaba la expresión de felicidad que ella ponía cuando salían a pasear juntos, le encantaba el movimiento rítmico de sus piernas al caminar, adoraba su forma de alimentar a los pájaros, pero sobre todo amaba la sonrisa tímida y maravillosa que ella le brindaba cada vez que él le decía: "Te quiero". Era un mago enamorado.
Cierto día, sin embargo, él creyó percibir en ella un humor distinto: su rostro resultaba inexpresivo, las migajas que tiraba en el parque a las aves no eran de su agrado y, cuando trató de reanimarla con un "te quiero" más efusivo que de costumbre, ella se limitó a emitir un "ah" sofocado, casi sin abrir la boca. Lo peor vino cuando, con desesperado esfuerzo, el mago intentó hacer un truco de cartas. Al principio, su novia no quiso participar en el acto pero, después de mucho insistir, aceptó de mala gana y extrajo de entre el mazo que él le ofrecía una carta que, por más esfuerzos que hizo, nunca adivinó. "Olvídalo", dijo ella mientras le devolvía un cuatro de tréboles vueltos de cabeza. “No estoy de humor el día de hoy”, escuchó y se quedó como de piedra. Era un mago preocupado.
Ya en el camino de regreso, él no supo qué decir y ella parecía no acordarse de que iba acompañada. Cuando llegaron a la casa de su novia, ella lo miró fijamente a los ojos y dijo: "¿Sabes?, creo que esto no está funcionando; quizá sea mejor que dejemos de vernos. Adiós", y cerró la puerta sin más explicaciones. Él no comprendió inmediatamente qué estaba sucediendo; sólo tuvo una vaga conciencia de la situación cuando se percató de que su rostro estaba humedecido por las lágrimas, y que lloraba desde hacía rato sin darse cuenta. Era un mago triste.
Durante los días siguientes, el mago intenta convencerse de que nada está perdido, que es normal que los enamorados sufran desencuentros de vez en cuando, que se trata sólo de darle tiempo y respetar su espacio, de que ella repare en que son el uno para el otro, de que… Así, el mago empieza a recuperar la fe y se siente ahora capaz de abrir mares y mover montañas; se cree capaz de esperar por ella toda una eternidad. Es un mago lleno de esperanza.
No obstante, y a pesar de lo que digan, la fe ciega tiene un límite. Han pasado los días y él ha sido paciente, pero ya empieza a sentir que eso no basta; así que ahora comienza a buscarla y a esforzarse por reconquistarla con todo eso que los magos saben hacer. Sin embargo, por más que le regala un pañuelo que al tocarlo se convierte en una flor, un pequeño hámster que saca de su sombrero y una moneda que hace aparecer detrás de su oído, ella ya no quiere saber nada más de él. Es así como llega a la conclusión de que nada en este mundo vale ya la pena, y que vivir así es como no vivir. Es un mago desahuciado.
Vencido, completamente derrotado en lo más íntimo, el mago planea aventarse al río desde un puente, el más alto de la ciudad, con una par de pesadas piedras colgadas al cuello, las manos atadas firmemente a las espaldas y los ojos tapados con vendas, que es mucho mejor y más fácil que llevarlos fijos en el agua. Es un mago condenado.
Armado de decisión, el mago subirá al puente, se colocará en la orilla, se aventará al río, y lo hará con toda la buena fe que un enamorado triste puede poner en el empeño pero, como todo buen mago que es, además, escapista, apenas habrán pasado quince segundos y ya estará libre de las piedras, de las ataduras y de la venda en los ojos, sano y salvo aunque mojado, del otro lado del río esperando los aplausos. Definitivamente nunca hubiera salido mejor si se hubiese tratado de un acto intencional. Incrédulo, será un mago sorprendido.
No podrá dar crédito a lo que acaba de suceder, pero la evidencia de que aún está con vida es apabullante. De hecho, su corazón parecerá latir con más ímpetu que de costumbre, aunque al pasar su mano sobre el pecho se percatará de que no se trata de su corazón, sino que entre sus ropas ha quedado atrapado un pez pequeño, el cual se sacude violentamente, boqueando por su vida. Será un mago conmovido.
Habrá creído aprender algo de todo ello y se sentirá bondadoso y compasivo con el pez que se revuelca sobre su palma. Con una sonrisa en el rostro, cubrirá al pequeño ser con ambas manos, soplará al tiempo que dice las palabras mágicas, y verá con satisfacción cómo lo que antes era un pececillo moribundo es ahora una paloma blanca de regular tamaño que escapa volando hacia la vida y la libertad. Será un mago satisfecho.
Al final de todo seguirá siendo un mago, un buen mago. |