Hoy tuve un sueño. Soñé que podía caminar libremente, dejándome llevar por la dirección que mis piernas eligieran; sentí la brisa suave acariciando mis mejillas como la mano cariñosa de una madre que recibe a su hijo en casa; probé el tacto hormigueante del pasto que, haciéndome reír, jugueteaba con las plantas de mis pies hasta el cansancio; soñé, en fin, que me hallaba firmemente anclado a la tierra, con la gravedad del fruto maduro que cae hacia su seno. Era un hermoso sueño.

Sin embargo, al despertar me di cuenta de que era falso. Apenas quise levantarme sentí el estorbo de las alas en mi espalda; intenté andar, pero mis pasos eran livianos y torpes; si quería mantenerme en pie, el viento, tan amable en mi fantasía, me arrancaba con furia violenta de mi sitio y me llevaba hacia cualquier lado. Fastidiado, tuve que reconocer al fin que para mí no hay otra forma de existir en este mundo más que volando, y que debía resignarme de una vez por todas a mi miserable condición de ángel.