La fotografía publicada en Facebook nos estremece. En ella están los compañeros sosteniéndolo de brazos y piernas, tratando de reanimarlo, coágulos de sangre apelmazaban sus cabellos sobre su casaca.
No es difícil imaginar a Lipa con su barba rala y su pelo rebelde. Los que lo conocemos jamás podríamos olvidar sus chistes, la sinceridad de su sonrisa y aquella manera ritual de compartir la hoja sagrada con todos y en cualquier ocasión. Lipa no habla mucho. Cuando nos reuníamos escuchaba atento. Si intervenía era para decir frases precisas y claras, siempre en favor de lo que creía.
Cada vez que hablamos de él Maltin se molesta; se retira a tres o cuatro metros de donde nos encontramos, y se detiene observando, pensativo, el vacío. Quizás se sienta culpable de lo que pasó. Él fue quien ordenó que nos acompañara aquel día de septiembre a defender la integridad de nuestras lagunas. Lipa había decidido no ir por tener ocupaciones con su esposa e hijo; pero acató la orden uniéndose al grupo. Ahora no está aquí; todos lo extrañamos.
El avisó llegó con una llamada de Maltin al móvil de todos la noche anterior a nuestra partida. Nos preparamos. Al día siguiente, muy temprano, llegamos al punto de reunión. Lipa no acudió a la cita por lo que Maltin lo hizo llamar. Lo esperamos poco tiempo; llegó sonriente. Enseguida estábamos montados en el minibús. Éramos once incluyendo el chofer. Después de recorrer muchos kilómetros, el minibús se detuvo entre la laguna Azul y la Cortada. Bajamos escuchando las bromas de Lipa. Los compañeros de Huasmín y alrededores ya se encontraban en el lugar. Iban a desaguar la laguna El Perol, fuente irreemplazable para calmar la sed de nuestra provincia. Un sol esplendoroso abrigaba el ambiente.
La cosa fue distinta a anteriores ocasiones. Esta vez no nos acompañaban altas autoridades. Hombres del campo y la ciudad, entre niños, jóvenes y mayores, estábamos presentes. Los policías yanacochinos salieron de repente. No respetaron nada. Se llenaron de disparos nuestros oídos. El gas lacrimógeno era insoportable. El barro de los humedales refrescó nuestras caras.
Al comienzo todo fue confusión y desorden; pero después, luego de escuchar las órdenes de Maltin y de Lipa que gritaban a voz en cuello, la situación cambió. Empezamos a ordenarnos en semicírculo tratando de ver de dónde provenían los disparos. Los cascos de los policías, pagados por la minera Yanacocha, se podían ver tras la colina.
Las palabras de un compañero se me pegaban al oído: —Lipa sí que es valiente.
Miré a Maltin y vi a Lipa a su lado.
Sonó una ráfaga de disparos sobre nuestras cabezas que nos hicieron apretarnos contra el suelo. De pronto, de entre los ichus del cerro, cerca de nosotros, se levantó una niña y corrió asustada sin dirección alguna. Su madre trató de levantarse para impedir que sea alcanzada por un disparo.
—¡Compañera, no haga eso! —gritó Maltin sujetándola entre sus brazos. Sonaron varios disparos más.
Nuevamente escondimos nuestros cuerpos. Esperamos un rato y levantamos las cabezas y observamos que Lipa avanzaba con la niña apretada contra su pecho diciendo: —Creo que me dieron, creo que me dieron.
Minutos más tarde quedó quieto.
La niña corrió a los brazos de su madre.
Tres de nuestros compañeros auxiliaron a Lipa: —No respira, no respira— exclamaron.
Los empresarios y policías mineros desistieron en su intento.
De veras, amigo Lipa, si solo fuera por la foto, por lo que afirmaron los compañeros y no por lo que dijo el doctor después de salir de la sala de operaciones, creería que habías muerto; todavía seguiremos soportando tus chanzas y juntos defendiendo nuestra tierra.
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