Para Nayeli Nava Peralta, quien cree que tengo problemas para diferenciar el café y el negro

El viento le jugaba una treta pueril. Éste impedía que continuara la lectura de Rayuela cambiando la página cada ocho palabras que leía.
No solo su libro era víctima de la naturaleza; el cabello, recortado en dos dimensiones, era arrastrado por la fuerza de aquél. Por momentos se le cubrían los ojos y tenía que recurrir a un acto de represión y reacomodarlo. Cruzaba las piernas, se acostaba en la banca, volvía a colocar sus botas cafés en el pasto. No encontraba una posición que le brindara comodidad. Dejó de considerar básico pensar en lo práctico y continúo fijando sus ojos cafés a la obra de Cortázar.
Pronto el viento cesó, pero el frío llegó intempestivamente. Era tan poderoso que a ella no le quedó más remedio que sacar de su mochila blanca un suéter que, aunque no cubría todo su brazo, le tapaba la espalda.
Prosiguió leyendo al argentino; descubrió que el hijo de la Maga, Rocamadour, en realidad se llamaba Carlos Francisco. En eso recordó que en menos de diez minutos debía encontrase con Ulises. De sus desteñidos y secos —pero no por eso no besables— labios salió un mierda, lo olvidé.
Dejó el señalador en la página 35, guardó el libro de portada blanca en la mochila del mismo tono. Colocó los tirantes de ésta en sus hombros y abandonó aquel parque, ese en el que descubrió que la naturaleza estaba en su contra.

CONTINÚA...