Con cariño a mi querida amiga chilena: Emilia Fuentes Burgos, amante de la poesía y en el fondo del humor negro. El siguiente cuento es una mezcla de ambos.
Yo mero.
El valle de Puebla está custodiado por cuatro majestuosos y soberbios guardianes: el Popocatépetl, el Iztaccihuatl, la Malinche y el Citlaltépetl o Pico de Orizaba, los más altos volcanes del territorio mexicano.
A las faldas de don Goyo (Popocatéptl) se encuentra un pueblo pequeño, para llegar a él se va por un camino de terracería, verdugo de los pobres automóviles que lo recorren. ¿Su nombre? No importa para nuestra historia, sólo les diré que cuenta con una iglesia pequeña y humilde, y el sacerdote que la atiende es mi amigo, condiscípulo mío desde las primeras letras en la bella y complicada ciudad de Puebla. Él siguió el camino de su Dios. Yo, el mundanal ruido de las cosas del mundo. Cuando me atosiga la vida y se me aprieta el alma, voy a descansar unos cuantos días a mi casa de campo en el pueblito, y ahí en la paz de ese paradisiaco lugar me dedico a jugar al ajedrez y tomar café con mi camarada.
—Leí en el periódico la esquela de Armando. Me dio tristeza —dijo el buen sacerdote.
—Sí, le dimos tierra este domingo. Por cierto su funeral estuvo muy desangelado, unas cuantas personas lo acompañamos a su viaje final, por cierto ningún familiar directo.
— ¿Ningún ser querido? Pero estaba casado y tenía dos hijos.
—Él no tenía seres queridos. Hacía años que se había divorciado de su esposa; los dos hijos que con ella tuvo vivían lejos; uno en Europa y el otro en Canadá, nunca los veía.
—Pero, ¿sus amigos?
— ¿Amigos? La verdad sólo éramos tú y yo. Los demás, apenas algunos conocidos con quienes se reunía a veces para intercambiar tedios y soledades. Además, recuerda que estaba desahuciado y en trances como ese, los amigos dejan de ser amigos: se vuelven sobrevivientes que en el fondo se alegran de no haber sido ellos a los que les cayó el rayo. Le dicen a lo más: “Qué mala suerte”, y luego se van a ver los resultados del futbol.
—No sabía de su enfermedad, ¿Cómo fue?
—Todo empezó con un dolorcillo leve que sentía en el pecho, y que creyó era efecto del frío del invierno. Pero pasó el invierno, y el dolorcillo no pasó. Se convirtió en dolor. En primavera un dolor es más dolor, de modo que fue a la consulta de un médico. Exámenes. Radiografías. Pruebas de laboratorio. Y al final el diagnóstico: cáncer de pulmón.
— ¡Vaya, sorpresa!
—Sí, él se sorprendió, Jamás había fumado. Hizo deporte cuando joven. Aún en los últimos tiempos solía ejercitarse; salía a caminar todos los días. Se había considerado siempre un hombre sano.
— ¿Qué le dijo el médico?
—El médico le dijo que le quedaban seis meses de vida, cuando más. Él le preguntó: “¿Hay algo qué se pueda hacer?”. “Nada. Ya es demasiado tarde”.
— ¿Cuál fue la reacción de nuestro amigo? —con pesadumbre más que curiosidad, cuestionó el religioso.
—Él no tenía miedo de morir. Temía, sí, a la enfermedad. A los dolores e indignidad que con ella vienen. El médico lo tranquilizó. Había formas de evitarle el sufrimiento, le indicó, y se emplearían todas. Cuando llegara la hora se iría sin darse cuenta —me quedé callado mientras sorbía el delicioso café que degustábamos y añadí—: cuando el médico le dijo que se iba a morir se sintió más vivo que nunca. No se le vino el mundo encima, como dicen; antes bien se prometió que él se le vendría encima al mundo.
— ¿Cómo?
—Armando en presencia de la muerte, le llegó la vida. En el patíbulo, como quien dice, se sintió hombre de nuevo. Una extraña seguridad en sí mismo lo invadió. En su vehículo que era su orgullo andaba de arriba abajo.
—Es común que antes de morir a la gente le venga un segundo aire —comentó el cura.
— ¿Sabes que hizo? Busco a la primera mujer de la que estuvo enamorado, nuestra compañera Yvonne, la muchacha más bonita de la secundaria, ¿Te acuerdas?
— ¡Claro! Por cierto, me comentaron que su marido había fallecido en un accidente.
—Sí, fue un accidente muy raro, el señor que aquí entre nos, era un verdadero cabrón, si me perdonas la expresión, trataba muy mal a Yvonne, la golpeaba y pensaba dejarla junto con sus hijos pues tenía pensado arrejuntarse con una artista de variedades que era su querida. Así que fue muy oportuno el accidente para nuestra amiga, quedó viuda pero con mucho dinero. Todo este chisme salió en el periódico.
— ¿Por qué dices que el accidente fue muy raro?
—Mira, este “cuate” se las daba de galán y de deportista, todas las mañanas salía a correr para entrenarse para el maratón que cada año se corre en Puebla. Un domingo, como a eso de las seis de la mañana cuando él corría por un boulevard fue atropellado por una camioneta, el golpe fue mortal y la camioneta no se detuvo. Un caso de atropello y huida.
— ¿La policía tuvo alguna pista?
—Sí, otro corredor vio a la camioneta e incluso les dio a los investigadores la marca: Toyota Tacoma doble Cabina, color roja. Lo malo es que no se fijo en el número de placas. Lo raro es: que si hubiera sido un accidente el conductor no se hubiera “pelado”.
—Dices que Armando fue a buscar a Yvonne, ¿La encontró?
—Sí, ya no era, claro, la que había sido cuando él la conoció, aquella muchacha hermosa, de cuerpo apetecible y rostro de madona. Recién viuda, marchita ya, mostraba en el paso y en el peso, el peso y el paso de los años. No había sido su novia, ni siquiera su amiga, pero fue su amor platónico en la juventud, cuando el amor acaricia más el alma y hace que te duela más. La buscó y le dijo que había estado enamorado de ella cuando empezaban ambos a vivir. Ella sonrió y le agradeció el recuerdo. Le pregunto después: “Y ¿para qué me buscas?”. Había en su voz una cierta nota de inquietud”. Dijo él: “Soy hombre viejo, y no quiero irme de este mundo sin tocar tus labios con los míos. No se trata de un beso, no. Un roce nada más; apenas una insinuación de beso, Con eso cumpliré el sueño de mi vida. ¿Te costará tanto sacrificio cumplirle esa ilusión a alguien que se va?”. Ella sonrió otra vez. Se llegó a él y le tomó las manos. Luego acercó su rostro al suyo. El puso sus labios en los de la mujer. Fue casi un beso y casi no lo fue. Cuando se separaron, en los labios de los dos había una sonrisa y en sus ojos una luz.
—Has hablado con la voz acariciante del poeta —dijo el religioso y sirvió vino de consagrar, propio para las palabras que había escuchado y volvió a preguntar—: ¿Qué pasó después?
—Me gustaría decir que lucho contra la enfermedad, tú sabes que no fue así. Que cuando menos los dos vivieron una existencia nueva y feliz aunque corta, feliz por ser nueva, nueva por ser feliz. No fue así. Eso sucede sólo en la telenovelas, y que la gente comparte para disipar el miedo a la muerte, y más el miedo a la vida. Aquí eso no pasó. La enfermedad hizo lo que tenía que hacer: matar. Y él hizo lo que tenía que hacer: morir. Pero se fue del mundo con el recuerdo de aquel beso que casi no fue beso. Se fue tranquilo, con agradecimiento con la mujer que cumplió sin saberlo, la última voluntad de un condenado a muerte. También me gustaría decirte que con el aliento final él pronunció el nombre de la mujer amada. Tampoco sucedió eso. Murió en silencio, y solo. Pasó del sueño de los medicamentos al de la muerte. No sé qué sueño sea ese, pero si en verdad es sueño en él estará el sueño de aquel beso, de aquel breve momento de vida que iluminó la eternidad de la muerte…
En aquel humilde y risueño pueblecito al pie del volcán, la vida empieza. El conocido del sacerdote se dispone a tomar el desvencijado autobús que lo llevará a su bella y pecadora ciudad de Puebla, mientras el humilde cura, con sorpresa en su cara observa la elegante camioneta Toyota Tacoma doble cabina, roja, que su amigo, el difunto Armando, le dejó de herencia. El viento del bosque cercano, mientras él piensa en su compañero, lleva sus palabras que son: “Padre nuestro, qué estás en los cielos…”.
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