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SANTA FRANCISCA

Justo al lado de la casa se levantaba la maraña de matorrales y flores silvestres, donde en las luminosas tardes de primavera la niña Francisca cazaba mariposas y lagartijas, que luego quemaba vivas a la sombra del portal. Con sus zapatos ortopédicos, sus piernas repletas de arañazos y sabañones; y una luz maldita en medio de las pupilas, parecía aburrirse de aquellos juegos infantiles de “Alánimo” y “La sortijita” practicados por los niños de su edad, y corría en cambio a robar fósforos y alcohol en el estante de la cocina, sin temor a las represalias de su madre Paula, quien a fuerza de castigos corporales trataba de quitarle esos inexplicables dotes de pirómana que habían brotado en ella.

“Es sólo una niña intranquila, déjela que madure” la aconsejaban los innumerables sicólogos y médicos que la hurgaron desde la niñez a la adolescencia. Paula suspiraba aliviada, y día a día trataba de descubrir en su hija los buenos cambios que auguraban los galenos. Pero con Francisca la ciencia y la medicina no parecían funcionar. Para cuando llegó el día festivo por sus quince años, continuaba siendo la misma niña indomable y extraña de toda la vida. Se negó a bailar los valses vieneses que sonaban en la grabadora, a ponerse las uñas postizas de color punzó, y a cambiarse de vestidos para la sesión de fotos que con tanto esfuerzo la tía Evarista costeó desde Miami.

En el preciso momento en que los invitados comenzaron a corear su nombre instándola a que viniera a picar el imponente cake de merengue rosado, Paula descubrió alarmada que pese a la estrecha vigilancia que montó esa noche para evitar sinsabores, Francisca había desaparecido. Hizo creer a todos que estaba en la habitación colocándose por fin un par de tacones, y a través de la puerta trasera, salió hasta el sitio donde sospechaba podría encontrarla. Allí, entre las malezas de su infancia, y bajo la luz de la luna, la vio revolcándose en su vestido blanco, y suspirando de placer bajo el cuerpo de Gonzalo, un mulato tractorista que le doblaba la edad.

Una visión tan grotesca no le dio ni margen ni tino para evitar el escándalo. Rompió a gritar con todo el dolor de que es capaz una madre decepcionada, mudando con ello la escena de la fiesta. El mulato huyó aterrorizado hacia el monte, y mientras ella era llevada de vuelta a la casa por unos invitados que a pesar de la compasión que querían demostrar, internamente agradecían el show; Francisca quedó afuera, con el vestido y la moral rajados, y sin saber qué pasaría con su vida en lo adelante.

Paula no quiso verse envuelta en tribunales y juicios superfluos, porque por boca de la misma Francisca supo luego que el tractorista no era el primero en perjudicarla, sino uno más en la larga cadena de hombres que habían hecho obscenidades con ella. Intentó golpearla. Pero Francisca fue más lejos aún. Le anunció a su madre que el verdadero culpable había sido el abuelo, fallecido unos años atrás. Cuando se quedaban solos, y siendo ella apenas una chiquilla, el viejo la manoseaba, y a cambio de su silencio le compraba duros fríos de mamey en casa de Pastora, que para entonces era de las pocas personas en el pueblo que tenían un refrigerador.

Tanto dolor fue demasiado para Paula. Cayó en cama herida de vergüenza, y de allí no pudo levantarse más. Pero todavía, antes de morir, hubo de soportar una pena aún mayor. El vientre de su hija comenzó a hincharse, y a pesar de un vano intento de hacerla abortar auxiliándose del palo del plumero, el feto continuó aferrado a no querer perderse las bonanzas de la vida de afuera.

“Es mejor así, prefiero morirme antes que verla parir un hijo mulato” le decía a las pocas amigas que aún la visitaban en su lecho de muerte.

Pero Francisca al parecer no quiso tampoco verse convertida en madre, o no pudo con los insultos y las burlas de que era objeto apenas asomaba el vientre a la calle. Una mañana de enero experimentó en ella misma lo que tiempo atrás ensayara con los lagartos. Cuando algunos vecinos acudieron a apagarla, ya era muy poco lo que podían hacer. Las colchas que utilizaron se ensuciaron de sangre y carne chamuscada; y en el piso, fijados por la grasa y la candela, quedaron marcados los contornos de sus pies.

La tía Evarista –quien no pudo estar cuando el deceso de su hermana- vino ahora al funeral. Hizo construir una bóveda con un mármol gris que consiguió en La Habana, y le colocó encima -bien guarecidos de soles y temporales- una foto, un mechón de cabellos y las uñas postizas que su sobrina jamás llegó a usar en vida.

Luego cambiaron los tiempos. Las malezas y las flores fueron barridas por una manada de buldózers y aplanadoras. Nuevos caminos, nuevas casas, y nuevos vecinos comenzaron a poblar los viejos entornos, y hasta la deshabitada casa de Paula y Francisca fue convertida en una escogida de tabaco, a donde llegaban cada semana no sólo carretas tiradas por bueyes, sino también ruidosos camiones repletos de mercancía.

Una madrugada de lloviznas y vientos de invierno, el sereno de la escogida salió disparado a la calle dando gritos de terror. Los perros ladraron, las luces se encendieron en las casas vecinas, y caras de sueño se asomaron a las puertas para averiguar el motivo del escándalo. El joven, luego de tomar un sorbo de agua de un vaso traído por alguien y que los temblores apenas sí le permitían llevárselo a los labios, articuló por fin las primeras palabras. Se había quedado medio dormido en un taburete recostado a la pared, cuando un susurro apagado lo hizo despertar. Primero pensó que podría haber sido una ráfaga de viento castigando un ventanal mal cerrado, pero cuando se despabiló por completo, pudo apreciar claramente que en el mismo sitio donde estaban las marcas de los pies, se dibujaba la imagen de Francisca en ropa interior, echándose fresco con un abanico negro, y haciéndole señas descaradas para que él acudiera a poseerla.

Todos lo miraron con recelo y hasta con burla. La aparición podría haber sido cierta, o tal vez la soñara. Pero un hombre de verdad no debería correr despavorido ni caer en un estado de pánico ante la visión de un fantasma.

Como era de esperar, la noticia tomó alas. Al día siguiente no se hablaba de otra cosa en cada esquina del pueblo. Y se habló mucho más cuando otras personas comenzaron a asegurar que en las noches de luna llena, -como una genuina mujer loba de los trópicos- habían visto a Francisca deambular en blúmers y ajustadores por las calles oscuras y tortuosas de la vecindad.

Quiso el destino que en esa época el menor de los hijos de la señora Carmen cayera tan enfermo, que hasta el mismo médico lo declarara inminente cadáver. En su desesperación, la buena señora no sólo le pidió a Dios y a todos los santos, sino también al ánima de Francisca que ayudara a su pequeño a recuperar la salud. Una semana después, para su asombro y alegría, el niño estaba corriendo y saltando cercas para robar naranjas en los patios ajenos.

En breve, otros muchos milagros fueron achacados a la otrora incendiaria. La fama de sus poderes comenzó a extenderse más allá de los límites de la provincia; y su bóveda del cementerio fue transformándose en algo así como el mostrador de una feria. Junto al mechón de cabellos, la foto y las uñas postizas, se amontonaron flores frescas que alguien siempre se ocupaba de cambiar, tarjas de agradecimiento, velas encendidas, y hasta cestas repletas de frutas. Día a día decenas de personas de los más recónditos pueblos de la región se arriesgaban a subirse a las guarandingas que tan irregularmente recorrían la zona. Venían cargados de pedidos, promesas y ofrendas para Francisca. Tanto creció la fe, que de repente y sin mediar la anuencia del Papa, sus fieles decidieron canonizarla. Ahora la nombraban santa.

Sin embargo, raros sucesos vinieron a poner precio a tanta euforia. Las tumbas del cementerio comenzaron a ser saqueadas. Las personas descubrían atónitas que sus muertos eran despojados de las ropas, las prendas, y hasta de algún que otro diente de oro con que fueran sepultados. Como para entonces era rutina ver a la santa Francisca penando entre las cruces, rápidamente asociaron que esas desapariciones obedecían a que la santa había decidido cobrar por sus servicios. Concedía deseos, pero a cambio se adueñaba de las cosas más valiosas que iban a parar al reino de los muertos. Resignados, y para no disgustarla, los pueblerinos llegaron incluso a enterrar junto a los difuntos –cual si fueran reyes de tiempos faraónicos- las joyas y los objetos más preciados que poseyeran en vida.

Las cosas hubieran seguido de igual modo por muchos años. Nadie se atrevía a desafiar a la santa. Pero una tarde, alertada posiblemente por alguna carta indiscreta, apareció en el pueblo –muy encorvada y usando un bastón para apuntalar sus años- la tía Evarista, decidida a resolver de una vez y para siempre el enigma de su sobrina. En la noche, -con un par de billetes de cinco dólares entre los dedos- le pidió a los dos únicos policías con que contaba el pueblo, que sin hacer comentarios, la acompañaran hasta las puertas en ruinas del camposanto. Muy temerosos, pero sin atreverse a darle negativas a la anciana -y mucho menos a su dinero-, marcharon provistos de linternas y revólveres al encuentro del fantasma.

Llegaron justo a tiempo para descubrir a la santa Francisca, armada de azadón y piocha, y dispuesta a despojar la tumba de Inocencia, una joven sepultada la tarde anterior. Evarista se aproximó cautelosa, y para no equivocarse, aguzó por largos minutos la mirada de sus ojos gastados. Cuando estuvo convencida de que aquella mujer nada tenía que ver con su sobrina, lo comunicó a los guardias; quienes se envalentonaron y cayeron sobre la saqueadora con toda la fuerza de la autoridad. Como ya esperaban, el supuesto fantasma no se desvaneció en el aire. Forcejó inútilmente con ellos, hasta que por fin pudieron inmovilizarla. Al enfocarle la linterna al rostro, descubrieron que en efecto, la anciana no había fallado. La impostora era Esperanza la Coronela, famosa en el pueblo por presidir en los rodeos de los domingos el desfile de amazonas y por ganar entre los hombres las competencias de enlaces de toros.

Amarrada, y con la escasa vestimenta de su disfraz, fue conducida al pueblo en calidad de trofeo de caza. La pasearon por cada callejuela, a cuyos lados como en días de carnaval, se concentraba una multitud bullanguera sedienta de fiesta y venganza. Cuando la procesión llegó frente al cuartel, y sin que los guardias pudieran evitarlo, varias personas le vinieron encima y le arrancaron de un tirón el blúmer y el ajustador. Completamente desnuda y expuesta a risas, piedras y pellizcos quedó Esperanza en medio de la calle. Fue entonces que a golpe de bastón y en un derroche de bondad, la propia Evarista se abrió paso hasta ella, y la cubrió con una sábana traída de una casa vecina.


Texto agregado el 10-03-2015, y leído por 167 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
10-03-2015 Muy buen cuento, los detalles tragicómicos entreverados. Me gustó.. hivpositivo
 
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