—¡Vieja amiga! ¿Que haz de contarme en esta ocasión? —saludó entusiasta la Luna de la tierra a una Luna de un planeta distante que venía a visitarla como lo hacía cada milenio.

—No se si es bueno es malo, pero todo allá en aquel lugar que ni si quiera un nombre tiene sigue igual.

—¿Igual?

—Es sólo un pedazo de roca inservible al que debo dar luz sin que nadie se beneficie de ella. Está allí, impasible, mientras asteroides colisionan contra ella. No hay que grite ni se lamente, es igual de solitario que estar en un vacío eterno.

—Haz de alegrarse entonces —replicó entusiasta la Luna de la tierra.

—¿Por qué? —Desganada, la luna de planeta lejano pregunto.

—Pues has de ver tu existencia de una forma diferente. No hay nadie habitando el planeta que cobijas lanzando promesas a tu nombre que jamás planean cumplir. No hay quienes manden sus juguetes de metal a escarbarte. No hay quien planee conquistarte o alguna vez destruirte y sólo por eso amiga mía, has de alegrarte.

La luna del planeta distante observó a su vieja amiga preguntándose porque si ella decía que debía de alegrarse... La luna distante no se sentía así.

Una con compañía de sobra y la otra en eterna soledad. ¿Encontraría alguna de ellas alguna vez la paz? Y ese era el secreto que escondían, el que sólo ellas mismas podian oír.

A pesar de existir por tanto tiempo no habían podido ser feliz por no valorar lo que tenían hasta que ya era demasiado tarde.

Los humanos se destruyeron a si mismo con la tecnología que habían creado y la Luna de la tierra tuvo que soportar la soledad, algo que hasta ese momento no había sabido que podía ser tan hiriente.

Los pocos humanos que lograron escapar de la tierra dirigieron sus grandes naves hacia un planeta con una atmósfera casi igual a la suya, yendo a parar al planeta que resguardaba la Luna distante.

Y ella dejó de existir en soledad y pronto la extraño tanto como la Luna de la tierra, la compañía.

Fin.