AMORES EXTRAVAGANTES


Aquella mañana Ricardo desayunaba en silencio, frente a él, su hija Rosario de seis años de edad contra su costumbre apenas probaba su cereal con frutas. La niña sorbía y masticaba con desgano el alimento. María, la esposa de Ricardo, cabizbaja con el pelo en la cara apuraba a la niña para que terminara de desayunar y llevarla a la escuela. Cuando la mujer levantó el rostro para preguntarle si deseaba más jugo, Ricardo pudo ver con toda claridad el lado derecho de la cara de su esposa, estaba tumefacto, con un color amoratado característico de los efectos de una severa contusión en la piel, el ojo de ese lado de la cara lo tenía prácticamente cerrado por la hinchazón y del parpado excoriado escurría tímidamente un líquido blancuzco mitad sangre, mitad lágrimas.

Cuando María se acercó para servir el jugo, Ricardo intentó sujetarla por el brazo, ella se retiró violentamente emitiendo un gemido de dolor físico pero se escuchó como una quejumbre nacida desde su alma y la mirada triste se tornó en súplica llena de terror; el hombre se encogió de hombros y se acarició los nudillos desollados, se puso de pie y antes de partir intentó acariciar a su hija, la niña al verlo aproximarse a ella, aterrorizada rompió en llanto y corrió a refugiarse en los brazos adoloridos de su madre.

Camino a la importante empresa donde trabajaba, Ricardo hacía enormes esfuerzos por recordar exactamente lo que había pasado en su casa la noche anterior, él amaba a su esposa o al menos creía amarla, sólo era el vino quien lo enloquecía, recordaba con toda claridad como antes de llegar a su domicilio fue a cenar con Sabrina su nueva secretaria, una joven y hermosa mujer colocada temporalmente por él para cubrir el puesto de Isabel su amante y secretaria particular, pues esta última gozaba de permiso por maternidad, ¡Espero que ésta por fin me dé un hijo hombrecito!, no como las otras quienes me salieron con la pendejada de puras niñas —pensó con ira contenida—

De momento decidió obsequiarles algo a su esposa y a Rosario su hija, él sabía muy bien como contentarlas, a su mujer en la cama con mucho sexo y promesas de enmienda, a la niña con algún juguete de moda.

Siguió escarbando en su memoria para descorrer el misterio de la noche anterior y entre brumas recordó haber llegado muy borracho y ansioso de sexo al lado de su mujer, pues Sabrina extrañamente se había negado a satisfacer sus mórbidos requerimientos. Recordó a María, su esposa, paciente y dócilmente como siempre se prestó a todas sus aberraciones sexuales y al final descubrió que las frases de placer imaginadas por él salir de boca de su esposa eran sólo un piadoso rosario balbuceado con ojos entornados, ella rezaba a alguno de esos santuchos a quienes siempre les estaba pidiendo lo apartaran de la bebida.

¡Eso justificaba su conciencia por la golpiza propinada a la esposa!, mira si era estúpida para querer que él dejara de emborracharse, si lo había conocido bien briago, además —según él— la bebida es la mejor forma de socializar, entre copas había realizado sus mejores negocios, al calor del vino fraternizaba mejor con sus amigos, entre copas había logrado convencer de ir a la cama a la mayoría de sus mujeres, ¡es una tonta, merece eso y más!

Al llegar a su oficina ya lo esperaba Sabrina con un jugo bien frío y un analgésico, la mujer lucía coqueta la valiosa pulsera obsequiada por él la noche anterior; ella también pensaba que lo amaba, tenía la experiencia de otros hombres quienes solo la utilizaron y disfrutaron de su belleza y juventud y la botaron, Ricardo le había dado trabajo, placer en la cama y la hacía sentirse importante, ¡desde luego, ese hombre merecía todo su amor! Por el momento la bella mujer solamente le dio un beso apasionado a Ricardo, le hizo una breve y sugerente caricia en la entrepierna y abandonó el privado de su jefe.

Al quedar solo en su despacho el hombre entrecerró los ojos y vino a su cerebro un chispazo de arrepentimiento por el maltrato a su mujer, pero de inmediato lo desechó; ¡cómo estar arrepentido!, si la amaba tanto, era su reina, la señora de la casa, al menos él era un hombre responsable en lo económico, nunca se atrevería a enviar a su hija de “arrimada” con una amiguita para que la trataran como sirvienta con el pretexto de ayudarla en sus estudios, como sabía lo habían hecho otros. En fin, recordaba aquel cuento infantil de la Bella y la Bestia, si aquel energúmeno del cuento cambió su forma de ser… ¿por qué él no lo haría algún día?

Unos suaves golpes en la puerta lo sacaron de sus pensamientos, era Sabrina quien le avisaba la llegada de Verónica Santos, la joven y sensual viuda quien recién le había confiado sus negocios, ¡mi próximo amor! —dijo mentalmente— y esbozó aquella sonrisa que a las mujeres quienes no lo conocían les parecía adorable, pero aquellas desdichadas que habían padecido su compañía, la sonrisa del hombre sólo era la mueca de una miserable bestia.



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“La violencia contra la mujer es quizás la más vergonzosa violación de los derechos humanos. No conoce límites geográficos, culturales o de riquezas. Mientras continúe, no podremos afirmar que hemos realmente avanzado hacia la igualdad, el desarrollo y la paz” (Kofi Annan).