Mauro volvió de aquel largo viaje, despeinado y sin rasurar su barba de cinco días. Con maleta en mano todavía, entro en un pequeño bar para tomar un trago. Sentado en la barra que se encontraba húmeda aún por otros visitantes, llamó al cantinero para que le atendiera: - sírvame usted lo que quiera, que sea algo fuerte por favor, que me ayude a recuperar mis ansias de vivir. El cantinero que acostumbraba a lidiar con personajes de todo tipo, supo muy bien que preparar. Era una especie de trago que parecía mas bien enjabonar la memoria de Mauro, que no atinaba a adivinar de que se trataba, era algo amargo y dulce a la vez, que se dejaba colar entre la lengua áspera y reseca, de muchos días vomitando palabras que no hicieron volver a Raquel. Después de algunos tragos mas, mauro recostó su cabeza del barandal de la barra.
Un poco mareado diviso un par de zapatos rojos de mujer, que jugueteaban con el posadero de pies, de la silla que se encontraba a su lado derecho. Aquellos zapatos rojos eran únicos, nunca vistos por sus ojos enrojecidos. Puntiagudos zapatos que merecían ser colocados en los pies, de solo una mujer con lluvia de pasiones. Para una mujer vestida de deseos ardientes.
Lentamente fue acercándose a aquella mujer a la cual no le vería el rostro, pues los tragos “tumba olvidos” ya comenzaban a hacer efecto.
Un aroma a almizcle colado, brotaba de la sensual figura de la mujer, a quien ya veía un poco mas arriba de la cintura. Unas piernas largas seductoras se cruzaban mas abajo de la pequeña minifalda, por la cual salía un exquisito olor de almíbares de mujer.
Muy cerca de ella unos zapatos negros bien pulidos de tallas exageradas, se acercaban al posadero de la silla, y unas manos de multicolores vellosidades entre ellas blancas, acariciaban la comisura de la entrepierna.
Mauro desesperado, al creerse enamorado de aquella dama sin rostro, de zapatos rojos y piernas largas, comenzaba a molestarse, queriendo apartar las manos de su nueva Raquel.
Muchas risas y palabras eróticas, era lo que Mauro escuchaba, desde su bajo infierno, que ya comenzaba a escupir restos de trago amargo, pues lo dulce había pasado al olvido.
Las palabras de la dama se sentían lejanas, vagueaban en su cabeza, como torbellinos al azar, que a pesar de su inconciencia pudo descubrir el juego del hombre de zapatos negros.
Sintió de pronto sollozar a la mujer, y aunque intento levantarse de la silla y ponerse en pie, solo podía mirar aquel par de zapatos rojos. La mano multicolor se adornaba ahora de verde, de un fajo de verdes billetes que entraron y no volvieron a salir, de la apretada pretina de la cinturilla de la mujer.
Unos roces mas de aquellas manos, en la espalda descubierta de la mujer y unos pasos aligerados fue lo último que recordó.
- Despierte compañero, ya vamos a cerrar. – observó un mozo, que con la escoba barría los restos de saliva seca de Mauro.
Amanecía.
Ya en pie, Mauro en su resaca, comenzó a caminar por las estrechas calles de la capital, buscando un lugar donde hospedarse.
Un fuerte golpe es su estómago reventó, y una fuente incontenible de hiel y saliva, brotaban de su boca hacia una jardinera de la descuidada plaza.
Paso la mano por la espesura de su barba y se recostó de un asiento cercano.
De frente al asiento, un mostrador de una tienda, sorprendió a Mauro, que estrujaba sus ojos para entender la visión de unos zapatos rojos exhibidos entre otros tantos.
Vertiginosamente entró a la tienda, interrogando a la sublime dama que se encargaba del lugar.
Señalaba aquellos zapatos rojos con desmesura.
- ¿Cuántos hay, cuantos mas?
- Solo esos señor, solo esos, los diseño mi abuela que en paz descanse para mi madre, pero ahora solo sirven para rentarlos.
Un sobresalto en su corazón, le decía a Mauro que estaba a punto de encontrar a su nueva Raquel.
- Ayer… ayer se los vi a una dama puestos, señora… quien era ? Como la encuentro?, usted ve y discúlpeme, es que esa dama se llevó mi billetera por equivocación.
- ah!! Pues no le sabría decir señor, fíjese, esta mañana mismo tuve que despedir a la despachadora de la tienda por no llevar los registros de alquiler. Y para cuando yo llegué ya los zapatos de mi madre estaban en el mostrador.
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