Portezuelo 1920
La ancha alameda subía y bajaba, uniendo como cuentas de un rosario los distintos caserones de las Lomas de Portezuelo, la bruma de la mañana era vencida por el sol, mientras desde el bosque los pájaros ocultos saludaban el amanecer con sus trinos. Prendía el sol hogueras de nieve en los picos montañosos y el céfiro mañanero, desde el monte, levantaba aromas de amanecer. En una curva en que el camino se aleja del río y entre dos añosos álamos, solo cuidada por una blanca parvada de gansos que ramoneaba ruidosa el pasto de la orilla del camino, nuestra casa, oculta entre cipreses y derrengados eucaliptus era amplia, de adobes blanqueados y techo de tejas descuidadas, aleros disparejos, húmedos, musgosos y achiguados de tiempo.
Apenas se anunciaba el alba sentíamos a padre rondar por el corredor de ladrillos haciendo tintinear sus espuelas y tañendo sus manos para despertarnos. Salíamos de nuestros dormitorios aun somnolientas las cuatro hermanas; Eduvigis, Compasión, Herminia y yo, luego de las abluciones matutinas nos íbamos a la cocina donde madre, que nunca supe a la hora que descansaba, ya tenía el desayuno preparado. De lunes a viernes, poco antes de que el sol asomara por entre los cerros, iniciábamos el viaje hacia la escuela y los fines de semana padre, a la hora del desayuno, repartía las tareas del día.
.- Laurita va conmigo a rosar se lleva el puchero, harina y una tortilla, no se olvide de los choqueros ni los fósforos si no va a tener que volver por ellos. Eduvigis y Compasión se llevan al tordillo con la rastra grande y traigan leña y tú Herminia, después que te peines, pela un poco de trigo, talvez venga la comadre Amelia mañana y no queda mote.
Todo esto lo decía sin un asomo de bondad, él no pedía, daba órdenes y nosotras acostumbradas a ese trato, con la vista baja solo atinábamos a decir:
.- Bueno padre
Mientras nosotras desayunábamos, padre ensillaba las bestias que se iban a usar ese día. Siempre el bayo era para él, y para mí la yegua nueva, una cariblanca muy mansita regalo de mi padrino Hugo. Ya montados madre venía de la cocina con la olleta en un saco harinero albo de cloro y artesa, en él llevábamos todo lo necesario para el día de trabajo. Mi labor al llegar era buscar alguna vertiente donde sacar agua, un lugar abrigado para hacer fuego y terminar de coser el puchero que venía seco y sancochado para que no se volteara por el camino.
Desde la casa y al trote demorábamos hora y media a los potreros, llegábamos justo antes de que el sol se posara en los espinos, el vaho frío de la mañana calaba los huesos, padre desensillaba las bestias, y bajaba las herramientas, mientras yo juntaba ramas secas para iniciar un gran fuego que me dejara brazas para cocinar más tarde.
Los potreros eran inmensos, llenos de espinos, que tenían que ser rozados para poder arar y sembrar, se juntaban las ramas en medio del potrero y en la tarde se quemaba todo para que la ceniza abonara la tierra.
Mientras padre trabajaba y el puchero hervía, me dedicaba a recorrer los potreros juntando yerbas y verduras para improvisar una ensalada de lo que hallara, a veces berros de las orillas de las acequias, otras, lechugas de hojas crujientes que a media mañana aun conservaban gotas de rocío. Con ramas de romerillo improvisaba una escoba y bajo un espino grande preparaba nuestro comedor, para mí era como imitar a madre en los quehaceres de la casa, un juego que siempre me gustó. En el momento en que la sombra del espino comenzaba a alargarse hacia los cerros, veía venir a padre con el rozón y la horqueta al hombro, las apoyaba en el espino e iba a la vertiente a lavar sus manos y mandaba que yo hiciera lo mismo. Luego de almorzar se tendía a la sombra del espino y dormitaba algunos minutos, mientras yo lavaba los trastos en la vertiente.
Padre había hecho un montoncito de piedras alejado cinco pasos del espino hacia los cerros, cuando la sombra llegaba hasta ahí en una calabaza cogía agua de la vertiente, una bolsita con harina tostada e iba donde él estuviera trabajando para que aplacara su sed, después de esa tarea quedaba desocupada. Eran esas felices horas de aventuras, me internaba por las barrancas, buscando los nidos de las codornices en el suelo del bosque y robar sus exquisitos huevos que llevaba a la casa para que madre los preparara en las onces, otras veces recolectaba moras silvestres que convertíamos en sabrosas mermeladas. Cuando el sol se comenzaba a despedir, hundiéndose tras los cerros de la cordillera de la costa, era hora de volver al rancho
Padre era hombre de pocas palabras y arrumacos, pero más de una vez mientras le servía el almuerzo, sorprendí ese rostro curtido de campo y trabajo sonriendo tiernamente mientras veía mi afán. La única muestra de afecto de padre era un chasconeo a la pasada pero nunca una palabra de cariño, ese chasconeo nos duraba varios días en nuestro corazón como un bálsamo, así nos demostraba su cariño. Pero era buena la vida en Portezuelo mansa y quieta olía a hinojo, poleo, menta y yerbabuena.
La escuela nos quedaba a una hora de nuestra casa, acortábamos camino por entre los potreros saltando alambradas y un par de acequias hasta llegar al camino público desde donde se distinguía el establecimiento de madera pintada de celeste y blanco que nos esperaba tibiecita en invierno, porque las profesoras muy temprano encendían la salamandras de las dos únicas salas con que contaba la escuela número doce de Portezuelo, en mi clase estaba Herminia , Compasión y Eduvigis que eran mayores estaban en la otra sala más avanzadas.
Antes de comenzar el verano de vuelta a la casa parábamos en los maizales a tomar hojas tiernas que secábamos bajo la cocina económica y hacíamos con ellas muñecas las que vestíamos con recortes de géneros que sacábamos a madre. Claro que todo esto escondidas de padre que no le gustaba vernos jugar, decía el que los pobres están hechos para trabajar y no para estar perdiendo el tiempo con cosas inútiles.
Para navidad nunca tuvimos un juguete, pero padre nos llevaba al pueblo y nos compraba vestidos y zapatos y lo que madre dijera que necesitábamos. Volvíamos a la casa, cargadas de paquetes y felices.
.En la cena de navidad, cada año una de nosotras debía decir una oración, el año que me correspondió, desde los primeros días de diciembre comencé a escribir mi oración. Cuando creí que estaba bien, la repetía una y otra vez en la soledad de los potreros, cuando estaba en el campo con padre, para no equivocarme en la cena de nochebuena, nadie sabía lo que yo estaba haciendo, para ellos fue una gran sorpresa cuando comencé mi oración, agradeciendo a Dios por la familia, por las buenas cosechas, por la lluvia, por el sol y pidiendo al Señor, salud para padre, madre y mis hermanas, fue mi primera obra literaria. Durante esa cena padre me pregunto qué querría de regalo para mi cumpleaños, le pedí un cuaderno con muchas páginas una pluma y un tintero, me miró sorprendido pero no dijo una palabra.
A mediados de enero, el día de mi cumpleaños, me entrego un cuaderno de cien páginas tapa muy dura y una pluma fuente negra con bordes dorados, ambas cosas aún las conservo. Ese mismo mes y con mis doce años recién cumplidos, padre nos llevó a conocer el mar, llegamos de noche al pueblito de Cáhuil donde visitamos a la tía Javiera hermana de padre que vivía en una casa pequeña a orillas de la laguna y cerca del mar, con mis hermanas sentíamos a lo lejos como un animal bramaba y en lo alto una luna enorme que iluminaba todo.
Al día siguiente muy temprano salí de la casa y me encontré con padre en el patio.
:- ¿qué le paso Laurita no durmió bien?
:- padre, ese animal que brama a lo lejos no me dejó dormir.
.- esperemos a tus hermanas para que lo vamos a ver, debe estar enfermo.
Padre me miró con una ternura que no había visto antes y sonrió, mis hermanas fueron saliendo de la casa y cuando todas estuvimos listas padre comenzó a caminar y madre con él.
.-vamos a ver a ese animal que no dejó dormir a Laurita, ha de estar muy enfermo para que brame así toda la noche.
Bajamos por una sendero sinuoso hasta el borde de una laguna de aguas transparentes y continuamos caminando por la arena hacia el poniente, subíamos una duna y el animal comenzó a bramar de nuevo pero mucho más fuerte que en la noche. Poco a poco nos fuimos asomando por sobre la arena y ahí estaba un potrero inmenso lleno de agua, hasta donde alcanzaba la vista agua mucha agua que se mecía con el viento y se creaban olas que al morir en la arena lo hacían con gran estruendo.
.- padre no era un animal es el mar el que brama
:- si Laurita este es el mar.
Eduvigis, Compasión, Herminia, madre y yo descalzas comenzamos a acercarnos al agua fría, un mareo extraño sentí cuando miré la arena y el agua se retiraba hacia el mar, me tomé de la mano de Compasión y ella riendo me abrazó, cuando venían olas grandes y el ruido era mucho, nosotros gritábamos a todo pulmón nuestros nombres que con el ruido nadie escuchaba, estuvimos mucho rato jugando con las olas, hasta padre se arremangó los pantalones y hundió los pies en el agua fría, fue ese el momento en que me enamoré del mar por su grandeza, su poder, su serenidad en la bonanza y su rebeldía en la tormenta.
El destino y la vida me han traído por otros rumbos, padre y madre ya no están, mis hermanas repartidas por el mundo y yo volviendo a Portezuelo por el polvoriento camino que en un recodo se aleja del río, enfrenta los dos álamos y el portón abierto y caído por los años, que franquea el viejo caserón paterno. Vengo a buscar mis raíces para escribir mi última obra, pero antes en cada árbol del jardín que madre cuidaba con tanto esmero pegaré un poema para contarle a padre cuanto lo amaba.
Al viejo Acacio que está al lado de la noria, ese que al llegar la primavera con sus primeras hojas resolvía mis dudas juveniles, respondiéndome si me quiere mucho, poquito, nada le he entregaré mi último poema:
AL VIEJO ACACIO
De tu sombra, del aroma de tus flores
De tu tronco tosco y duro
De las hojas que pintan de amarillo el patio
Del viento que canta en tus ramas
Del nido misterioso y eterno del zorzal
Allá muy alto cerca del cielo
De la sinfonía de trinos al amanecer
De todo eso está hecha mi infancia
Inopia quizás de ternura, plétora de amor.
Laurita Santiago
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