Uno no viaja para encontrar, sino para huir del lugar donde se encuentra.
Eso hace que la luz se cuele por cada resquicio de mi casa: Las tres ventanas del salón dejan pasar una luz tamizada por el algodón blanco de las cortinas, se posa sobre las hojas de las macetas y casi puedo oír su savia, que retorna de las raíces, bulliciosa, rica en verde. ¡Cómo les alegra la vida!
Esa misma luz se posa sobre los libros de la estantería, formando una pátina que me informa del tiempo transcurrido desde la última vez que los visité.
Esta luz es la luz de la primavera, la luz que me informa que Proserpina bulle de alegría porque deja el Hades. Viene en busca del hogar de su madre para vestir la tierra de vida, de lluvia, de color. Es tiempo de tierra mojada, de savia corretona, de cambiar el ropaje pesado de las profundidades por otro más liviano; ese que deja pasar el frescor del aire que nos anuncia la vida.
Qué puedo contar del pasillo, cómo un cuadro hecho de tenues amarillos, ocres suaves, blancos mediterráneos que chocan y se expanden al reflejarse en los espejos. Esos que están colocados, de manera estratégica, para multiplicar luces. Son los avisadores del tiempo de la alegría, la misma que siento cuando vierto agua en el vaso y me devuelve los siete colores, indicadores ellos de la paz firmada entre el universo y los seres que lo habitamos.
Es tiempo de romper los silencios y dar paso a la charlatana primavera: Qué seas feliz, Proserpina, en esta nueva huida y a la misma vez llegada. |