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La situación me recordaba al refrán mallorquín que solía repetir mi padre: "Roda, roda, figuereta verdal." El dicho procede de Sóller, un pueblo al norte de la isla, y su traducción literal viene a decir: "Rueda, rueda, higuito verde." Según mi padre, expresaba que por más vueltas que des, finalmente siempre acabas junto al árbol donde naciste. Venía al caso porque mi padre, oriundo de Sóller, conocía la vieja tradición del valle de emigrar al continente vendiendo las naranjas y limones que allí se cultivaban. Estoy convencido por ejemplo, que el personaje del frutero en la obra de Cabaret estaba en realidad basado en un sollerich radicado temporalmente en Alemania. En teoría cuando el pájaro notara próxima su hora regresaría al nido. Yo acompañé a mi padre en varios de sus vuelos, de hecho, nací en Barcelona de esta manera. Sin embargo, hay dos cuestiones paradójicas en cuanto al refrán, nunca he conocido a ninguna persona procedente de Sóller que conozca la frasecita por un lado, y por otro, mi padre prefirió morir solo y borracho en algún burdel ubicado entre el Río Bravo y la Patagonia, muy, muy lejos de su higuera. A pesar de lo expuesto, yo, a mis setenta años, iba a dar con mis huesos de nuevo en Barcelona.

Desde la última vez que estuve viviendo aquí, poco antes de las Olimpiadas, la ciudad había cambiado algo. En cierto modo, como los perros con los terremotos, noté que el tsunami que acabaría expulsando a putas, yonkis, macarras y gitanos del centro, haría lo mismo conmigo, por tanto, simplemente me anticipé logrando con la venta del piso dos duros que no habría logrado de haber sido desahuciado por l'ajuntament. Ahora me encontraba con alquileres imposibles en zonas donde antes podías dormir en la azotea y manadas de turistas en lugares donde la policía en mi época no era capaz de entrar. Magnífico. Pero tampoco tenía otro lugar a donde ir. Por tanto, la habitación que compartía en un piso junto a otros cinco o veinte paquistaníes según el día, era lo mejor a lo que podría aspirar. Afortunadamente, los vecinos del Raval eran más o menos fieles a los recuerdos que conservaba de Barcelona. Eso sí, las imágenes de mi memoria eran algo más pálidas, pero venían a ser similares. En el piso de arriba, los chirridos de la cama del burdel me seguían despertando aunque ahora todas las meretrices fueran africanas; los talleres ilegales seguían trabajando a todas horas pero ahora las máquinas las manejaban chinos; y los trabajadores se hacinaban en pisos turnándose las camas calientes, sin embargo, ya no eran andaluces, sino paquistaníes o filipinos o del culo del mundo, me daba lo mismo. Por eso, cuando el paqui me mostró una carta chillándome "¡Esto tuyo! ¡Esto tuyo!", por el blanco inmaculado color del sobre, supe que su mensaje, me llegaba de otro mundo, de otra civilización, de otra era incluso.

"Estimado Sr. Capapuig.

Mi nombre es Isabel Orfila Puig Segarra Cadafalch y soy nieta de Isabel Segarra. Con motivo del setenta cumpleaños de mi abuela, hemos decidido organizarle toda la familia una gran fiesta sorpresa a donde acudan la mayor cantidad de personas que la hayan podido conocer a lo largo de su vida. Como podrá imaginarse, eso ha supuesto una gran labor de investigación que me está sirviendo incluso como trabajo para una asignatura de mi carrera de periodismo.

Además de aparecer usted en varias fotos que mi abuela guardaba, encontré lo que supuse era su nombre en el remite del sobre donde dichas fotos estaban escondidas. Tras varios intentos, en distintas direcciones, confío en esta ocasión haber acertado. De ser usted Cristóbal Capapuig y haber conocido a Isabel Segarra, no dude en llamarme al 665 879 516 para explicarle los detalles de la fiesta que se organizará el próximo mes de Junio.

Atentamente,

Isabel Orfila
"

El alarido orgásmico del cliente de la nigeriana me quitó la palabra de la boca. Isabel.

***

No entendía cómo la nieta podía parecerse tanto a ella. Debía tener unos pocos años menos de la Isabel que yo conocí y además llevaba un corte de pelo un tanto diferente, pero en esencia, la misma barbilla fina, piel blanca, ojos verdes y cabello rojo volvían a aparecer ante mis ojos. A mis setenta años las erecciones espontáneas ya tenían connotaciones milagrosas y, sin embargo, tuve que luchar contra una por un océano de reacciones encontradas cuando su nieta entró en la cafetería donde habíamos quedado.

- ¡Isabel, aquí!- Le dije sin poder contenerme.
- Usted debe ser...
- Cristóbal Capapuig.- Continué terminando su frase. Sin duda quedó sorprendida por haberla reconocido a simple vista. Durante unos minutos estuvimos hablando del gran parecido que mantenía con su abuela Isabel. Ella me estuvo explicando que alguna vez se lo habían dicho, que incluso sus personalidades eran similares y siempre se había sentido muy unida a ella. Por todo esto, se había propuesto organizarle la sorpresa por todo lo alto que ella se merecía para su setenta cumpleaños.

Salí del encuentro aturdido. Mareado por el viaje en el tiempo que había supuesto reencontrarme con Isabel, bueno, con su nieta, aunque en el fondo fuera lo mismo. En varias ocasiones tuve que detenerme por las náuseas que me provocaba la borrachera de tiempo. Porque no era Isabel con quién me había encontrado, era su nieta. Ella era abuela. Es decir, habían pasado el número suficiente de años como para que ella pudiera ser abuela, y yo, por tanto, debía haber pasado de manera inadvertida por la misma cantidad de años. Esto me recordó a las historias de duendes irlandeses que mantenían bailando en un corro a incautos paseantes durante décadas y cuando éstos por fin se liberaban y volvían a casa, al cruzarse con el primer humano que le recordaba su edad, que era imposible que él fuera la persona que decía ser, se transformaban automáticamente en un montón de polvo. Estaba a punto de convertirme en un montón de polvo arrastrado por las Ramblas, entre mimos, carteristas y fotógrafos. Conseguí rehacerme para llegar a mi piso de paquistaníes.

Me consta que durante algunos años, tras nuestra relación, ella me estuvo buscando. Posteriormente, fui yo quien la estuve siguiendo de lejos sin atreverme a contactar con ella. Más tarde ella hizo lo posible para evitar que la siguiera y por último, para la época cuando volví a estar en Barcelona y que terminaría poco antes de las Olimpiadas, ninguno de los dos supimos nada del otro cayendo en el olvido nuestra antaño pasión enajenante.

El humedecido papel de mi habitación me trasladó milagrosamente cincuenta años atrás. La amarillenta pila empotrada en la pared me recordó a todo el agua y sustento que necesitábamos los dos, cuando nos encerrábamos días enteros en un cuartucho similar hacía casi medio siglo. Isabel Segarra era una flor salvaje que aquel capullo de Jaume Orfila creía haber domesticado antes de su matrimonio. Sin embargo, Isabel llegaría desflorada y tanto. Y el aborto que me alejó definitivamente de ella era la prueba más evidente.

***

- ¿Quién es aquel hombre dices?- le preguntaba su hermano a Isabel, la nieta.
- Pues se trata de uno de mis mayores logros. Creo que es un noviete que tuvo la abuela antes de conocer al abuelo. No lo tengo claro. El caso es que di con él de casualidad buscando entre unos papeles que tenía escondidos y cuando quedé con él, parecía estar a punto de romperse a llorar a cada instante.
- Juer hermanita, lo único que espero es que no robe nada de la casa. ¿Has visto qué pintas?

Permanecía a punto de deshacerme aferrado a un ramito de flores mientras aguardaba verla entrar. Me sentía como el único niño de la coral al que en el día del estreno se le hubiera olvidado por completo la partitura y al que encima, por algún capricho del destino, le hubieran puesto un micrófono delante. Por fin se abrió la puerta y el abigarrado grupo que esperábamos en el lujoso y amplio recibidor del palacete de Pedralbes prorrumpió con un sonoro “Feliz cumpleaños” que provocó las lágrimas de la mujer que entraba. Isabel, la nieta, salió corriendo para fundirse en un abrazo con Isabel, la abuela, mientras le debía explicar el motivo de todos aquellos invitados y como ejemplo, hizo llamar a un nonagenario que resultó haber sido joven profesor suyo en la escuela.

Prudencialmente alejado y tratando pasar desapercibido entre los asistentes, estuve buscando pistas en el rostro de la anciana Isabel que me condujeran a la joven que recordaba. Allí encontré algunos gestos ahora ya ligeramente caricaturizados, o un perfil que con determinado ángulo conducía sin duda al rostro del pasado. Lamentablemente mi miopía, astigmatismo, presbicia y qué sé yo más cosas, junto a la obligada distancia, se aliaron para dificultarme la tarea de encontrar en el caparazón de aquella mujer la esencia de quien había sido mi amante durante casi dos años. Sin embargo, aquel estúpido de Jaume estaba igual de estirado, calvo y arrogante. También es cierto que el prematuro avejentamiento del que adolecía casi a los treinta facilitaba su reconocimiento ahora que ya era propiamente un viejo a los casi ochenta.

Como aquello era un guirigay de saludos, felicitaciones, abrazos y sorpresas, pudiendo provocar que la mayoría de los invitados traídos por Isabel, la nieta, se marcharan sin pena ni gloria, ésta decidió sentar a la abuela en una butaca a donde todos fuéramos acudiendo en una especie de besamanos. Las exclamaciones se fueron sucediendo. Tras varios momentos incómodos la nieta resolvió presentar siempre a cada nuevo invitado con un breve resumen que tenía anotado sin duda para su asignatura de la carrera, no fuera que la abuela no guardara el menor recuerdo y de esta manera siempre le quedaban al menos unas palabras de cariño a las que recurrir para salir del paso. “Ah, sí, ya recuerdo la panadería...” a veces soltaba repitiendo las tres indicaciones de la presentación, o “Pues claro que sí, ¿y cómo está tu hermana Daniela que también solía venir con nosotras?”, decía cuando realmente identificaba a la persona que tenía delante aunque lamentablemente ante estas preguntas solía obtener un “Daniela falleció hace...” que le llevaron también a su vez a ser más cauta. De esta manera, los invitados fuimos desfilando uno por uno en un proceso que ante tanta precaución poco a poco se fue acelerando pero que aún así parecía estar siempre a punto de provocarle un infarto a la homenajeada. “¡Miquel! Mi primer novio. Bueno en realidad sólo dimos un paseo de la mano en aquel pueblo de la Costa Brava. Es verdad. Nunca más volví a saber de ti. ¿Cómo estás? ¿Tus padres eran pescadores no? ¿Continuaste el oficio?”, y cientos de frases como esta tuve que estar escuchando mientras poco a poco me aproximaba.

Era ella. Indefectiblemente, era ella. Su chorro de voz, la jovialidad escondida en cada palabra me hicieron encontrar la senda por la que poco a poco fui recomponiendo todos los elementos de su rostro, de su cuerpo. Ya era capaz de mirarla adivinando la cresta ilíaca que le sobresalía. Pude superponer a las arrugas de su rostro la fina barbilla, a las manchas por la edad la piel blanca, en algunos mechones canos el otrora fogoso rojo, pero por encima de todo, su carácter irreductible que en su momento le llevó a enamorarse del humilde hijo de un frutero que traía aires de modernidad gracias a las estancias trabajando en Francia, Alemania o Inglaterra. Yo era un revolucionario con ínfulas de poeta y por más que fuera aquello Barcelona y no un pueblo de mala muerte, a mí me parecía algo tercermundista. Yo me creía un Lamartine arengando a las masas, un Mao movilizando ejércitos, un paria regresando a su tierra para ponerla del revés tras lo que hubiera podido aprender en París, en Londres, en Munich, en Marsella, o en Bonn. E Isabel, era una hija de la alta burguesía barcelonesa ya en capilla, pero con sueños de subvertir todo aquello. El flechazo fue instantáneo y nuestra relación, duró tanto que estuvo a punto de no poder ser obviada.

El primero en reconocerme fue Jaume. Un brillo feroz asomó en sus ojos cuando relacionó al tipo que estaba haciendo cola en el cumpleaños de su esposa, con aquel joven bravucón que siempre andaba rondando a su prometida. En aquel matrimonio no era él quien aportaba la mayor fortuna, por lo que muy a su pesar tuvo que transigir con muchas de las excentricidades de su futura esposa. Y entre ellas, estaba yo. Un yo difuso y cuya amenaza la percibía más de un cariz político, algo así como un Rasputin que ejerciera mala influencia, antes que puramente una amenaza sexual, supongo que descartada por su orgullo.

- Y este es Cristóbal Capapuig, amigo tuyo de antes del abuelo.- Dijo Isabel la nieta con cierta retranca y creyéndose graciosa.

Isabel por un momento me vio sin reconocerme. Como si el viaje en la memoria tuviera que ser más profundo que con el resto de invitados y no bastara un simple vistazo para enlazar la frase introductoria con las cuatro palabras formales para despacharme. De hecho, por un momento, desapareció la sonrisa de su rostro y estuvo a punto de desmoronarse ante todos nosotros. Noté la mirada de Jaume atravesándome y decidí ser yo quien zanjara aquello.

- Claro Isabel. Es que fue hace mucho tiempo, no pasa nada. Aquellos alocados años sesenta ¿verdad? Cuánto jaleo político, con los grises, Franco, las universidades, el partido comunista... Pero he de decir, que ella siempre mucho lirili y poco lerele.- Y con la carcajada generalizada me alejaba sin haberle dado oportunidad tan siquiera a decir nada.

Permanecí acechando el resto de la fiesta, intentando no ser visto ni por Jaume ni por Isabel, pero atento a poder abordarla en cuanto estuviera a solas. Por fin ella se alejaba un poco de sus familiares y lanzando miradas de desasosiego en todas direcciones sin duda para encontrarme, me fui directo a por ella, la tomé del brazo suavemente y la conduje a lo que debía ser una de las mil habitaciones de la casa. Cerré la puerta tras nosotros y sin encender la luz, ella estuvo a punto de desvanecerse entre mis brazos.

- Dios mío. Eres tú. Después de tanto tiempo. Eres tú.- Comenzó a decir con respiración entrecortada.
- Ha sido todo fruto de la casualidad y gracias a tu nieta. Dame por favor un teléfono donde poder llamarte y me marcharé. Aquí no es ni el momento ni el lugar creo.
- Tienes razón. Toma, es mi tarjeta de visita. Llámame por favor.

Abrí la puerta y le indiqué que saliera. Al cabo de un rato, para que nadie pudiera sospechar, hice lo mismo abandonando inmediatamente la casa sin decir nada.

Dejé pasar varios días muy duros en los que no estaba seguro si hacerlo. Ya había pasado mucho tiempo desde entonces. Ya nosotros no éramos ni la sombra de lo que fuimos. Aunque creíamos conocernos bien, cincuenta años seguramente habrían hecho más mella en nuestra personalidad que los veintipocos que habíamos vivido cuando nos vimos por primera vez. Finalmente resolví hacerlo, llamarla.

- ¿Diga?
- ¿Isabel Segarra?
- Sí, soy yo. ¿Quién es?
- Soy yo. Cristóbal. Seré breve. Tengo más de setenta años y no tengo donde caerme muerto. Por el contrario, veo que a ti las cosas te van tan bien como siempre. Aún conservo documentos que prueban el aborto del único hijo que he concebido en mi vida. Quiero que me entregues cien mil euros si no quieres que airee lo nuestro a todo el mundo. Te llamaré en unas horas para indicarte cómo lo haremos.

Enseguida colgué sin esperar a su respuesta y fue entonces cuando comprendí que el refrán de “roda, roda figuereta verdal”, en mi caso no hacía referencia a volver a un lugar físico concreto, no. A donde tenía que regresar al final de mi vida era a la sangre, concretamente para mí, a la traición y a la mentira.

Texto agregado el 02-03-2015, y leído por 339 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
04-04-2015 Opino que lo largo no desmerece un ápice la calidad de este texto. Independientemente de su argumento, la expresión del autor, tan espigada, fácil y resbalada, hacen de su lectura un verdadero deleite. No es la primera vez que el autor me entretiene en mi discurrir y en cada ocasión encuentro motivos para aplaudir su talento y admirar su experticia. ZEPOL
12-03-2015 Mh, de acuerdo a medias con el anterior. El principio me parece bien, pero al final me falta algo de energía, aunque me gustó. No me gusta tu manera de usar las comas, creo que le quitas coherencia y agilidad. Un detallito: no es "aún así", es "aun así". Saludos. guy
03-03-2015 Un buen cuento, correcto. Pero creo que hay que darle lija de largo. ¿qué pasaría si el cuento empezará sólo con el refrán y siguiera con la parte de después de los asteriscos? El cuento pide más final y menos principio, algo tendrá que decir la abuela ¿no? Me gusta el cuento y por eso te lo digo. ***** larsencito
03-03-2015 El cuento es de muy buena calidad, y los personajes están bien logrados; tanto, que en verdad se siente repulsión por la mezquindad moral de Cristóbal. Gatocteles
 
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