Sin un pasado, sin un futuro. En sus manos sólo un precario presente que se esfumaba tan rápido como el escaso dinero que lograban reunir. Así vivían Eidan y su mujer Ive. Ambos tenían la particularidad de ser de cabello rojizo, una piel muy blanca, casi transparente y divertidas pecas que brindaban a sus rostros un aspecto de inocencia. Tenían ojos de color gris, cosa que sucede con muy poca frecuencia en personas de su particular característica.
Tanto Eidan como Ive eran indocumentados, situación de la que sacaban partido sus respectivos empleadores. El, trabajaba para un viejo y malhumorado ex militar, en un precario taller de reparaciones, ella de empleada doméstica en una fastuosa casa a las afueras del pueblo.
Ambos sufrían de una constante discriminación, ya que, debido a la delicada pigmentación de su piel, tenían que protegerse de los cada vez más dañinos rayos solares, recurriendo a cremas y ungüentos, a lentes de sol y sombreros, tanto en invierno como verano, por lo que eran el foco de atención de pesadas bromas y motivo de risa en los desconocidos que —amparados en el anonimato— les lanzaban toda clase de improperios.
Sin embargo, todas esas molestias no hacían mella en su humor, y disfrutaban de la vida con alegría y esperanza. Siendo, además, personas de una potente calidad humana, dispuestos a ayudar a sus vecinos y conocidos cada vez que era preciso, no obstante eran retraídos a tener una amistad más profunda, quizá por miedo.
Tenían un hijo, tan pelirrojo como ellos, tan blanco como ellos, con ojos tan grises como ellos, cuya menuda existencia sufría de una discriminación infame y silenciosa, tanto en el salón de clases, como en el patio de juegos. Esto lo había transformado en un ser frágil, atormentado y receloso.
Una tarde en que el pequeño regresó a casa golpeado, llorando y renegando contra el mundo y su maldad el padre meditó apesadumbrado hasta comprender su error. Siempre le había enseñado a ser generoso, humilde, consciente de su prójimo y del entorno. Eso debía cambiar, debía darle armas de defensa y respuestas a su hijo, porque más que mal él era diferente.
Paciente esperó la noche, lo alzó en brazos amorosamente y lo llevó al patio. Estaba frío por lo que lo arropó con una gruesa colcha y allí, bajo un amplio cielo lleno de bellos y delicados destellos cristalinos, besó a su hijo y le dijo con voz quebrada; “En ocasiones, llegas a un lugar mejor que aquél desde el cual venías” y al fin, con orgullo, enfocando un punto en el firmamento, le mostró la moribunda estrella desde la cual provenían.
M.D |